Día 30

lunes, 13 de abril de 2020

Shake those windows.

Miro por la ventana y me parece mentira que haya pasado un mes. La mañana sigue siendo joven y está lloviendo. Es esa lluvia fina que también ha estado ahí otros días. Esa que hay que enfocar la vista en algún fondo oscuro para poder notar que está cayendo. El silencio, otro que siempre está ahí, es ahora mismo mucho más potente de lo que será luego cuando las persianas se muevan y todas esas ventanas que ahora están cerradas, y que parecen iguales, vuelvan a menearse. Cuando vuelvan a recordarme que detrás de cada una de ellas existe un universo tan rico y complejo como el mío.

En algún momento del días volveré a ver esas caras que ya se han hecho recurrentes. Esa madre y esa hija, zurdas las dos, que viven solas y que parece que no tienen sitio para una sonrisa. Ese señor brillante y sin pelo que, por otro lado, siempre está sonriendo; cuando fuma, cuando toma el sol sin camiseta o cuando simplemente se dedica a mirar. Esa señora mayor que parece que hace tiempo que perdió sus recuerdos y que otra señora, latinoamericana en este caso, tiene que recordárselos cada día. El señor que barre la cocina con camisa planchada y pantalones de pinzas, y que suele cerrar la ventana justo en el momento en el que la mayoría salimos a aplaudir. Esa chica, que no tiene reparos en asomarse con bata o una toalla anudada en la cabeza, que no la conozco y que me cae bien. Esa otra que todos los días hace su tabla de gimnasia. Esos niños que han llenado de dibujos los cristales de su casa, o esos otros que todas las noches se asoman a la misma hora buscando algo que seguramente no encuentran. Esa señora que riega todos los días unas plantas que son tan bonitas que parecen de plástico. Esa adolescente invisible que todos los días se empeña en percutir los cimientos de la finca con el subwoofer de una potente cadena de música que maltrata con música electrónica de la peor calaña. Esa pareja que siempre aparece cogida de la mano. Ese chico que siempre saluda sin que nadie sepa exactamente a quién, ni por qué.

No, no parece que haya cambiado mucho el panorama en todo este tiempo. Ni siquiera creo que sea una época que vaya a quedarse dentro de mi cabeza con vocación de durar mucho tiempo. El día a día, me refiero. No creo que sea capaz de conservar con suficiente fidelidad esa sensación tan rara que se ha instalado en mi cabeza y en mi cuerpo. Esa intranquilidad constante que es difícil saber de dónde viene. Ese dolor de cervicales que es la firma de autor de la consiguiente inactividad. El pelo largo que no para. La barba que se reproduce imparable. La sensación que deja en el alma una larga espera que sigue sin tener fecha de vuelta. Las películas que no entran. Las canciones que no salen. Las ideas que se retuercen en el cerebro en una suerte de ejercicio cansando e inútil. Las rutinas estúpidas. Las rutinas que no son tan estúpidas. Las horas que se marchan sin haberse despeinado. Las horas que nunca terminan de marcharse. Pareciera un sucedáneo de verano que en realidad ni siquiera lo es. Uno en el que es imposible mantener la concentración cuando te molestan cada cinco minutos. Uno en el que tú también molestas cada cinco minutos la concentración de otros. Uno sin fotos, ni anécdotas, ni vídeos recuerdo. Uno que se vive sin saber cómo acaba, ni dónde estarás después.

Miro por la ventana y veo el suelo de grafito. Los pasillos de terraza. Los desagües trabajando. Las jardineras silenciosas. Las puertas cerradas. las flores que han mantenido la dignidad durante todo este tiempo. El agua que fluye a través de un azul que es mentira. El jardín solitario. Esas hojas que apenas se mueven porque aquí dentro la brisa se transforma en una categoría de suspiro que es inofensiva. Nadie camina, por supuesto. Mucho menos a estas horas en las que muchos están todavía arañando minutos a ese sueño presuntamente reparador.

Hoy el gobierno ha levantado una de las restricciones de movilidad que teníamos encima. Miles de personas tienen previsto volver al trabajo para intentar reactivar esa economía que dicen que está muerta y que será la que, al parecer, cercenará nuestra vida cuando volvamos a ser capaces de abusar de ella. Los ratios de fallecimientos y contagios han disminuido considerablemente, y aunque siguen sin estar en una situación de seguridad, parece que ya no hay vuelta atrás. Me temo que hoy nos montamos en la rampa de salida por mucho que, llegado el día, sigamos sin poder quitarnos la incertidumbre, las reservas o el miedo.

Así que esperaré pacientemente mi turno desde el mismo sitio en el que he estado todo este tiempo. Aquí, al lado de la ventana. Esperaré la llegada de ese día en el que vuelva a vestirme con ropa de salir a a la calle y pueda ponerme a pedalear. Lo haré intentando conservar la calma y las energías. Escondiendo la ira. Enseñando la mirada. Tratando de encontrar razones y preguntas, que por otro lado es lo que hago siempre. Intentando hacer eso que nunca hago, que es contar hasta diez antes de tirarme a la piscina. Trataré también de limpiarme el cinismo cada noche para evitar que se acumule. Seguiré viendo cómo se menean las ventanas desde detrás de la mía, pero a partir de ahora lo haré en silencio.

Shake those windows - Athlete (2003)

 

Día 29

domingo, 12 de abril de 2020

Everything flows.

Me explicaron una vez que cualquier cuento se reduce siempre a una frase muy sencilla: a alguien le pasa “algo” y eso hace que vea el mundo de forma diferente a partir de ese momento. Parecería lógico pensar que en este cuento del Covid-19 que nos ha tocado vivir ese “algo" es precisamente la aparición del dichoso virus, pero no creo que sea tan sencillo. No, porque el cuento del Covid-19 es en realidad la superposición de miles y miles de cuentos, algunos alegres y muchos tristes, en los que, desgraciadamente, cada uno tiene su propio “algo” particular.

Confieso que en el transcurso de estos últimos días he perdido ese optimismo que irradiaba durante las primeras horas. Esa fe en el colectivo. Esa sensación de que la vida cambiaría para mejor y de que entenderíamos como sociedad la necesidad de vivir de una forma más humana; que nos olvidaríamos de los callejones oscuros (y estupefacientes) del capitalismo para centrarnos un poco mejor en lo que verdaderamente es esencial; que intentaríamos estar más juntos ahora que estábamos obligados a vivir separados; que controlaríamos mejor enfermedades como la soberbia, la envidia o el egoísmo que nos habían llevado hasta el lugar en el que estábamos. En definitiva, que nos haríamos mejores personas.

No creo que vaya a suceder nada de eso. No lo sé (nadie lo sabe), pero no lo creo. Mi inocencia primigenia intuía que un hecho tan radical como que la inmensa mayoría de la gente tuviese que estar encerrada en su casa por un cuestión de vida o muerte era motivo suficiente para que todos los que pasásemos por ello lo hiciésemos desde una perspectiva común. No tengo tan claro que eso sea así. Ni siquiera creo que todos coincidamos en la razón por la que estamos en casa y en lo que eso significa. Mientras uno echa de menos a ese familiar del que ni siquiera a podido despedirse, otro está pensando en la forma de escaparse para irse de fiesta. Mientras uno elucubra sobre el sexo de los ángeles desde la tranquilidad de una nómina que llega todos los meses, otro se rompe la cabeza ante la perspectiva de un nuevo mes sin ingresos. Y seguramente todos tengan su parte de razón.

La sensación que tengo ahora mismo, mirando desde esta minúscula ventana que abrí hace un mes, es que todo ha vuelto al lugar en el que estaba. Que nunca se ha marchado de ahí, en realidad. Me temo que nada, ni nadie, ha cambiado de forma activa o voluntaria, sino que, como mucho, nos hemos adaptado a una situación que nos ha venido forzada. Es decir, hemos intentando replicar el viejo mundo en el nuevo sin que los cambios se notaran demasiado. Es aventurado sacar conclusiones tan categóricas y es poco razonable estimar ahora lo que pueda ocurrir mañana, pero es que yo no estoy hablando de lo que pueda pasar mañana sino de lo que está pasando hoy.

Nos hemos acostumbrado. Así de simple. Y no, no somos el colectivo dinámico y cargado de ilusión que parecíamos al principio cuando salíamos al balcón a cantar y nos tirábamos besos. Somos un conjunto de personalidades laminadas durante años de rodillo, que conforma una sociedad recelosa y extremadamente conservadora, temerosa de los cambios y demasiado pendiente (y dependiente) de los que van marcando el camino. Pasado el caos inicial, en la televisión salen los mismos de siempre, haciendo lo mismo de siempre y diciendo lo mismo de siempre. En la radio ocurre exactamente lo mismo. Y en los periódicos. Y en las tertulias. Y en los foros de whatsapp. No ha surgido nada nuevo. Ni una sola figura relevante que antes no estuviese. Los políticos también son los mismos y vuelven a discutir por lo mismo de siempre, de la misma forma de siempre. Ninguno hace algo mal (o bien, según los casos). Tampoco parece que por ese lado haya sitio para nuevas voces, nuevas ideas o nuevos modos. Los votantes que antes replicaban a sus representantes desde la barra del bar lo hacen ahora desde el teclado del teléfono. En el fondo, nada ha cambiado. Los profundísimos artistas que ahora nos alegran desde un precioso salón son los mismos que ya nos alegraban desde grandes recintos. Curiosamente, siguen estando igual de lejos. El resto de artistas siguen sin existir. El vecino de la guitarrita sigue siendo el vecino de la guitarrita y lo seguirá siendo por mucho tiempo. Escritores, bancos, actores, empresarios, profesores, futbolistas… todos son los mismos diciendo exactamente lo mismo.

Durante los primeros días de confinamiento me dediqué a llamar a mucha gente. Quería saber cómo estaban porque era eso lo que me pedía el cuerpo. Al otro lado de la línea había gente con la que hacía siglos que no hablaba e incluso llamé a personas con las que oficialmente estaba enfadado. Me hizo sentir bien. Mejor persona, incluso. Lo seguí haciendo hasta que un día me di cuenta de que nadie de ese mismo colectivo me había llamado a mí en todo ese tiempo. Y dejé de hacerlo. Y no me siento orgulloso de ello, porque el espíritu no era ese, pero es que no me sale hacer otra cosa.

La primera entrada de este blog pasó de las mil lecturas. La segunda tuvo incluso más. Me puse muy contento y con toda la ingenuidad del mundo volví a creer en algo en lo que hacía mucho tiempo que no creía. Hace quince días que las lecturas no llegan ni a diez. Y la alegría se ha ido, lógicamente. Y ya no creo en eso que creí durante un rato. Y sí, sé que debería darme igual, pero es que no puedo.

Todo fluye, nada permanece, que diría Heráclito de Éfeso.


Everything Flows - Teenage Fanclub (1990)

 

Día 28

sábado, 11 de abril de 2020

Sit with the Guru.

En los paquetes de medidas económicas que el gobierno ha anunciado en las últimas fechas, y que no dejan de ser formas, más o menos ingeniosas, de repartir dinero entre los colectivos afectados, no se ha mencionado ni definido un plan específico para la “cultura”. Como consecuencia de esto, “el mundo de la cultura” ha solicitado un parón cultural (no tengo muy claro qué significa exactamente) que ayude a reivindicar la precaria situación del “sector”.

Hay varias expresiones del párrafo anterior que aparecen entrecomilladas. No lo están con ánimo de ironizar, que podría ser, sino porque sinceramente tengo serias dudas de que todos estemos entendiendo lo mismo.

Por partes. Que la mayoría de la gente que vive de la industria de la cultura (que me parece una expresión más fácil de entender) está en un situación crítica, es un hecho irrefutable. Si es imposible organizar conciertos, o abrir cines, o representar obras de teatro, o si alguien, sin contar con el autor, ha decidido que todos los libros se lean gratis, parece evidente que es igualmente imposible vivir de cualquiera de esas actividades. Y ojo, no estoy hablando de Alejandro Sanz o de esa joven actriz, monísima, que sale por la tele y está convencida de ser la única que conoce a Tennessee Williamn. No, estoy hablando de mis amigos Teno y Pepe que hace un mes que no puede representar su espectáculo sobre chicas, ciencia y música, cuando esa es su forma de vida; o de mis amigos músicos que viven de tocar en conciertos para gente que en ocasiones no sabe tocar; o de magos; o de guionistas, de cámaras, de representantes, de técnicos de luces o de ayudantes de producción que se encuentran nerviosos y a la espera de ponerse a trabajar, lo que no parece sencillo. Son dramas muy reales; tanto como los del que tiene un club de tenis, o una papelería, o es albañil, o trabaja de guía turístico.

Ya, pero la cultura es especial, dirán los del “mundo de la Cultura”. Y creo que tienen razón; pero antes deberíamos ponernos de acuerdo en los conceptos de los que estamos hablando. Ramón y Cajal, por ejemplo, decía que al carro de la cultura española le faltaba la rueda de la ciencia. Entre otras ruedas, diría yo. ¿Quiénes conforman “el mundo de la cultura”? ¿Dónde empieza y acaba ese “sector”. ¿Quién es el que maneja la puerta y el que decide quién pasa y quién no pasa? Es más, ¿qué es cultura?

Así es cómo se define en la RAE:

2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.

Pues fíjate que me temo que ahí dentro hay muchas más cosas y mucha más gente de la que “el mundo de la cultura” deja entrar.

Yo, por ejemplo, tengo más de cien canciones registradas, he publicado sietes discos, he tocado en todas las comunidades autónomas y en varios país, he publicado artículos y un libro de cuentos de ficción, he colaborado en cortos, en documentales y espero seguir haciéndolo; he participado en proyectos de investigación y una vez, en París, me presentaron en una conferencias como científico. Curiosamente (o no) “el mundo de la cultura” no me incluye en el mundo de la cultura. Al menos, yo nunca he tenido la sensación de que me incluyeran. Para ellos soy… otra cosa. Algo que tampoco les preocupa mucho porque, simplemente, no soy de ellos. Tengo discos grabados y novelas escritas que ni siquiera han llegado a las puertas de ese mundo por mucho que lo haya intentado. Alguien podría decir, con todo el sentido del mundo, que eso es porque todo lo que hago es una mierda y que no interesa, que podría ser, pero es que mi drama es que ni siquiera lo sé. Nadie se ha molestado de comprobarlo.

“El mundo de la cultura” lleva muchos años pavimentado de una forma tan especial (excluyente es otra expresión que podría valer), que en el fondo tiene poco que ver con el concepto de cultura y mucho con el de hacer dinero (o amigos, que muchas veces es lo mismo). Por eso me hace gracia lo de reivindicar la pureza del concepto y salirse del mercado sólo cuando vienen mal dadas.

Personalmente sé que podría insistir en participar de la fiesta. Podría jugar a la noche o al elogio gratuito; acercarme a los goznes que hacen girar ese mundo mágico para que algún día, con un poco de suerte, me dejen disfrutar de alguna miga que se les caiga. Podría malvivir en la puerta, llamar cada noche y tratar de integrarme en esa especie de ritual de logia que hay que seguir para ocupar alguna esquina del “sector” desde la que poder ver, de lejos, lo que pasa dentro. Mi problema es que desgraciadamente tengo que comer todos los días.

Durante siglos la cultura ha estado controlada por mecenas, filántropos y millonarios. Durante siglos generar cultura ha sido una tarea restringida a protegidos, a niños de papá con la vida resuelta y tiempo para pensar, a idealistas que que no podían vivir de su arte o a peregrinos del lumpen. Me temo que en pleno siglo XXI no ha cambiado mucho la cosa. No lo hizo en los tiempos de vino y rosas, ni creo que lo haga ahora en tiempos de crisis.

Sit with the Guru - Strawberry Alarm Clock (1968)

 

Día 27

viernes, 10 de abril de 2020

Something to talk about.

Acabo de leer que la portada de la revista Vogue en Italia es hoy una página en blanco. Me parece ingenioso, rotundo y acertado. Evidentemente se trata de un símbolo, y como tal es interpretable, pero resulta tan contundente que no creo que resista interpretaciones muy dispares. ¿Qué podría salir ahora mismo en la portada de Vogue sin que parezca un chiste? ¿Cómo se puede vender fantasía en un panorama apocalíptico como el que tenemos? Más que difícil, que lo es, el problema es que hasta podría resultar de mal gusto. En el fondo no deja de ser una paradoja, porque la fantasía es fantasía siempre; lo era antes y lo es ahora. Sin embargo, y por alguna razón que no siempre es tan evidente, hay momentos en los que nos funciona como distracción, otros en los que lo hace como estupefaciente, y otros, que es seguramente lo que está ocurriendo ahora mismo, que no nos sirve para nada.

Leía el otro día a un escritor español reflexionar sobre el panorama de la narrativa una vez pasada la crisis. Aunque no dejaba de ser una pura especulación, otra más, el autor apostaba por una situación en la que las editoriales buscarían por un lado historias sobre pandemias y crisis mundiales (es decir, relatos inmersos completamente en la realidad cotidiana que contamina todas nuestra conversaciones) y por otro historias, preferiblemente optimistas, que describan mundos completamente alejados del que vamos a tener que pisar. Es decir, que nuestra demanda de ficción también nos hará irnos hacia los extremos. O buscaremos que nuestra fantasía se centre en lo mismo que ya se centra nuestra realidad, o buscaremos que nos lleve al lugar más alejado posible.

Tiene sentido. De hecho, creo que es lo que ya me está pasando a mí. Hay varias series de televisión que me han pillado en mitad de toda esta historia y me sirven como laboratorio de ideas para intentar entender lo que me ocurre por dentro. La violencia gratuita y la crueldad extrema que me fascinó en los primeros capítulos de “Devs” (por ejemplo), ahora, en el capítulo que vi ayer, me provoca una desazón que me cuesta tolerar. Resulta muy curioso, sobre todo cuando estamos hablando de ficción. Estoy notando que ahora me genera rechazo fantasear con realidades demasiado cercanas a la mía. No me las creo. Todo aparece tamizado con algo que antes no estaba. Es como si ahora notase todos los fallos que antes no veía o como si los chistes hubiesen dejado de tener gracia de repente. Y eso, inconscientemente, hace que me aleje.

Estoy leyendo un libro que se desarrolla justo después de la segunda guerra mundial y también la autobiografía de un cantautor que me encantaba cuando yo era un adolescente. Las dos últimas películas que he visto son una de 1950 (El último caballo) y otra de 1937 (Dejad paso al mañana). Con el paso de los días me he dado cuenta de que únicamente soy capaz de concentrarme en cosas que no me resultan cercanas. ¿Qué me está pasando?

El presidente del gobierno anunció ayer que es probable que se prolongue el estado de alarma un par de semanas más. Eso nos mete de lleno en el mes de mayo. Nunca he intentado anticipar el final del encierro. Soy un fiel seguidor de la filosofía del “partido a partido” que ese gurú contemporáneo llamado Diego Pablo Simeone nos ha enseñado a los colchoneros y me parece un gran acierto eso de eliminar las expectativas sobre situaciones en las que tienes poco (o ningún) control. Es mejor limitarse a vivir el día a día lo mejor posible porque en realidad, cuando no tienes capacidad para influir, eso es lo único que puedes hacer.

Aunque me agobia esa sensación de vivir en un mundo que está parado, lo cierto es que no llevo mal lo de estar en casa. De hecho me gusta bastante. Estoy relativamente bien, pero noto que mi cabeza empieza a parecerse a la portada de Vogue. Ya no sé qué decir, qué escribir o qué pensar sin que todo me suena a fantasía de otro tiempo.

Y por eso he cambiado el título del blog.

Y ahí se quedará.

30 días son muchos días.


Something to talk about - Badly Drawn Boy (2002)

 

Día 26

jueves, 9 de abril de 2020

The end of faith.

La portada del diario El Mundo de ayer fue una fotografía del Palacio de Hielo convertido en improvisada Morgue. Docenas de ataúdes se agrupaban de forma regular, casi militar, en una sala fría y desolada. Era seguramente la primera vez desde que comenzó la crisis del Covid-19 que un medio importante mostraba de una forma tan gráfica (y tan cruda) algo que por otro lado sabíamos que estaba sucediendo.

La portada ha generado una agria polémica entre profesionales y no profesionales de los medios de comunicación (aunque reconozco que cada vez me cuesta más distinguir a unos de otros). El debate es muy interesante desde cualquier punto de vista, pero desgraciadamente, como tantas otras veces, ha terminado reduciéndose al único punto de vista que no me interesa en absoluto: la militancia política irracional. Los más críticos con esa “desfachatez” y falta de “escrúpulos” han sido precisamente los mismos que hace cuatro días justificaban como absolutamente necesario la publicación de escenas terribles tras los atentados del 11-M (tragedia gestionada “casualmente” por un gobierno de distinto color). Huelga decir que los más ardientes defensores de la decisión de El Mundo han sido precisamente los mismos que en aquella ocasión se quejaron amargamente de la “desfachatez” y falta de “escrúpulos” de los que habían decidido publicar aquello.

No me interesa nada (cada vez menos), esa pelea de hooligans que se reproduce todos los días en los mismos términos en torno a casi cualquier estupidez. No sólo me aburre hasta la extenuación sino que me resulta inútil. Mis ideas políticas, que las tengo, y muy marcadas, no se ven reflejadas normalmente en esa reyerta de navajeros. Pero sí me interesa (y mucho) el dilema de fondo; la reflexión que hay detrás de todo esto. Me interesa mucho porque, a diferencia de los protagonistas de la actualidad, de la gente que sale en las tertulias o de la mayoría de tuiteros, yo no lo tengo tan claro.

De hecho yo mismo tengo que enfrentarme con esa disyuntiva todos los días. No sé cómo actuar de cara al exterior. No sé si es mejor sonreír y tratar que otros sonrían, o guardarme los chistes por respeto al dolor de los que lo están pasándolo mal. Nunca tengo claro si debo hacer un comentario presuntamente gracioso, o simplemente optimista, en un foro en el que puede que exista alguien verdaderamente afectado. Pero a la vez soy muy consciente de lo insano que es estar permanentemente chapoteando en la negatividad y bajo este manto de pesimismo que todo lo invade. ¿Dónde está el punto medio? ¿Dónde se encuentra esa virtud que defendía Aristóteles? ¿Hasta qué punto es bueno enfocar la vista en un mundo diferente al que nos está tocando vivir, aunque sea como simple terapia de alivio? ¿Hasta qué punto es enfermizo regodearse constantemente en esa cruel realidad, que no por real deja de ser cruel?

No tengo la respuesta y seguramente nadie la tenga. En mi caso reconozco que va por días y depende de las circunstancias. Hay veces que veo a un gracioso haciendo un chiste viral y me entra una risa incontenible, pero otras veces, y casi por las mismas razones, ese mismo gracioso me parece un imbécil. Es decir, el problema, si es que hay alguno, está en mi cabeza y no en la del tipo gracioso.

Salir al escenario, a cualquiera, es muy difícil. Una vez que lo pruebas se entiende mucho mejor la diferencia entre crítica y reproche. Pero si salir al escenario es complicado, lo es mucho más gustar a una audiencia heterogénea y compuesta por voluntades muy diferentes. En estas circunstancias particulares de hoy, cuando las voluntades no es que sean diferentes sino que además están a flor de piel, acertar de forma unánime es técnicamente imposible. Nunca, jamás, habrá algo que guste a todo el mundo.

Así que llegado a este punto me quedo con lo pasaba en el fútbol cuando un defensor tocaba el balón con la mano dentro del área. El árbitro no juzgaba el hecho (tocar el balón con la mano) sino la intención (¿quería tocar el balón con la mano?). Evidentemente es una solución muy subjetiva (y muy difícil de demostrar), pero es la más justa que encuentro. Soy consciente de que tiene mucho peligro eso de juzgar voluntades, y sé que es muy fácil equivocarse, pero no se me ocurre otra forma mejor de intentar ser justo.

Entiendo que el gracioso, con su mejor voluntad, pretenda hacerme reír y así lo entenderé; por mucho que a mí no me haga gracia, o que lo que me pida el cuerpo sea ponerme a llorar. Entiendo que alguien, de buena fe y para no perder la perspectiva, quiera hacerme ver lo que está pasando en lugar de seguir alimentando una fantasía inofensiva en el que todo es sencillo y que es en la que a mí me apetece estar. Lo que no entiendo, ni entenderé, es que la voluntad responda a oscuros intereses personales. Que la motivación sea la de defender a “los míos” o la de destrozar a “los otros”. Que el objetivo sea hacer daño.

Es decir, lo que no entiendo (ni entenderé) es la mala fe.


The end of faith - The Pernice Brothers (2010)

 

Día 25

miércoles, 8 de abril de 2020

My before and after.

Cuando acabe todo esto.

Ese es el mantra que más se repite a mi alrededor. El que más sale de mi boca y el que más entra por mis oídos. Cuando acabe todo esto. Es como si estuviésemos en el sueño de la Bella Durmiente esperando el beso de un príncipe que no sabemos cuándo podrá llegar. Una Bella durmiente que cree ser consciente de lo que pasa alrededor y que probablemente no lo es. Una Bella durmiente que, sea consciente o no de la realidad que está sucediendo a su lado, puede hacer poco por salir de ese incómodo sueño en el que está.

Cuando acabé todo esto podremos celebrar ese cumpleaños que se nos ha quedado perdido. Podremos comernos esa tarta que ayer Aurora tuvo comerse sola entre lágrimas. Podremos tomarnos una cerveza con Jorge y con Miguel y con tantos otros que les ha tocado cumplir años estando durmiendo. Cuando acabe todo esto he prometido comprarme un guante y una pelota de béisbol para reproducir en la calle esos partidos que echamos todos los días en el salón de casa con un calcetín lleno de papeles, un rollo de papel de envolver y una manopla de invierno. Cuando acabe todo esto iré a conocer a ese par de ángeles que aparecen con una sonrisa cada vez que se conectan a la Wifi y a los que les encanta verme tocar la guitarra. Cuando acabe todo esto se me quitará el dolor de espalda y podré cortarme el pelo.

Pero eso será cuando acabe todo esto, sí. Cuando dejemos de ser Han Solo congelado en carbonita. Bill Murray en Punxsutawney. Cyd Charisse esperando a Gene Kelly en cualquiera de esos días en los que no existe Brigadoon. Eso será cuando dejemos de ser viajeros de una nave espacial con destino lejano y en la que lo único que podemos hacer mientras sigamos dentro, aparte de sobrevivir, es querernos u odiarnos. Eso será cuando se acabe este intermedio eterno y descorazonador. Cuando las noticias vuelvan a ser distintas cada mañana. Cuando tengamos un partido, un estreno o una Season Finale en ciernes. Cuando llegue ese día en el que te hayan pasado tantas cosas que estés deseando pasar un fin de semana tranquilo en casa.

Cuando acabe todo esto llenaremos los restaurantes para cumplir todas esas comidas, esas cañas y esas sobremesas que nos hemos prometido. Volveremos a apuntarnos a un gimnasio al que seguiremos sin ir; volveremos a prometernos estudiar eso que siempre hemos querido estudiar o jurarnos hacer eso que siempre quisimos hacer. Volveremos a plantearnos promesas que seguiremos sin cumplir porque ahí está la gracia del asunto. Cuando acabe todo esto volveros a equivocarnos, y a no mirar por la ventana, y a tener meridianamente claro lo que somos. Cuando acabe todo esto es probable que incluso olvidemos lo que era estar aquí dentro.

Pero sí, todo eso será cuando acabe todo esto.


My before and after - Cotton Mather (1997)

Día 24

martes, 7 de abril de 2020

The way you do the things you do.

Hace varios años que no sé lo que pasa en la televisión en abierto. No es esnobismo sino supervivencia. Aunque la inercia de mis años mozos me hacía ponerme delante de la pantalla como todo el mundo, un día me di cuenta de que en realidad me aburría bastante lo que pasaba allí dentro. Así que dejé de verlo. En ese momento, además de tener mucho más tiempo para otras cosas, aprendí que no me hacía falta tener aquel aparato encendido para estar informado de lo que pasaba en el mundo. Es más, creo que muchas veces hasta era mejor tenerlo apagado.

Es probable que ni siquiera tenga sintonizados todos los canales que hoy se pueden ver con una antena normal (no lo sé), pero el caso es que ayer, por alguna razón, la televisión estaba puesta en alguna emisora en abierto. Lo sé porque vi algo que hacía mucho que no veía: anuncios de televisión. Y me sorprendió mucho, porque la gran mayoría de ellos, desde supermercados a entidades bancarias, tenían como leitmotiv el dichoso confinamiento. Es decir, en menos de veinte días, y en las actuales circunstancias, esas empresas habían estirado su imaginación para escribir, grabar, editar y emitir un comercial que tuviese como eje central precisamente eso que sujeta ahora nuestras vidas. Bien por ellos.

Eso me hizo sentir curiosidad por ver cómo habían resuelto esa misma coyuntura los programas de televisión que se emiten en directo, o en falso directo, y volví a llevarme una sorpresa positiva. Ahí estaban. Adaptándose a las circunstancias con más o menos habilidad (imagino que la misma que tenían antes) y haciendo lo que saben hacer con los recursos que tenían a mano. Extrapolando ese mismo tema al resto del universo cotidiano, me doy cuenta de que eso es lo que hemos hecho todos los demás. Los niños estudian en aulas virtuales que antes no existían, las reuniones se hacen desde casa, los músicos dan conciertos desde un comedor, los escritores imparten talleres desde la cocina, las infraestructuras críticas siguen funcionando, los periodistas informan, las entidades bancarias siguen dando servicio…

Teniendo en cuenta todo lo anterior me produce mucha más tristeza todavía comprobar que más de un mes después, con un estado de alarma publicado en el BOE, con hoteles haciendo de hospitales, pabellones deportivos haciendo de morgue, y en unas circunstancias que justifican casi cualquier cosa, España, como país, es incapaz de fabricar mascarillas o respiradores. Y no es un capricho político o negligencia en la gestión. Es incapacidad real. ¿Por qué? Pues porque no tenemos nada de lo que hace falta para hacerlo. Ni los materiales, ni las máquinas, ni (seguramente) el conocimiento. Es igual de complicado salir ahora a comprar todo lo que se necesita para hacer mascarillas que comprar las propias mascarillas en ese mercado infernal en el que hoy se venden.

En realidad nos falta de todo para fabricar casi cualquier cosa y esto de las mascarillas (o los respiradores) no es más que un ejemplo. ¿Por qué es así? Pues porque un día decidimos zambullirnos en las teóricas maravillas de la globalización capitalista y prescindir de la industria, de la ingeniería y de la ciencia como una opción de futuro. Era lo más “lógico” para un país como el nuestro, decían. ¿Para qué queremos potenciar eso tan engorroso de la industria, que es algo que requiere estudiar, inversión, investigación, mantenimiento y materia gris?

Hoy nos tiramos de los pelos (a ver lo que dura), pero a nadie le importó demasiado en su día. Ni a los de la presunta izquierda, ni a los de la presunta derecha. De hecho, los dos hicieron lo mismo. Era mucho más fácil vivir del sol y del cuento. De lo inmediato. De la playa, del ladrillo y de comprar o vender productos financieros. Así que llenamos el país de gestores, de empresarios, de camareros, de albañiles y de pensadores. Muchos pensadores; ocupando los micrófonos, las columnas y los ministerios. Pensadores infestando las tertulias, ya fuese para hablar del ingeniería aeronáutica, de economía circular o de literatura casquivana. Y no sólo dejamos de pensar en cómo hacer y fabricar cosas, sino que vendimos (o jubilamos) lo que ya sabíamos hacer. Los medios de comunicación (y sus locos seguidores) decidieron que “tecnología” era exclusivamente sinónimo de “cosas de ordenadores y teléfonos” y con eso nos fuimos a vivir. Ni siquiera nos preocupamos por mantener lo que ya teníamos porque eso era engorroso, feo, caro y poco elegante. Poco moderno. Poco cool. No quedaba bien en la foto. Total, si era mucho más barato comprarlo todo fuera.

Hasta que dejó de serlo.


The way you do the things you do - The Temptations (1964)

 

Día 23

lunes, 6 de abril de 2020

Super Trouper.

Hoy he salido cantando en la radio. No es la primera vez que ocurre, pero hacía mucho tiempo que no ocurría. Ha sido probablemente la vez más inesperada de todas y, quizá por eso, también una de las que más ilusión me ha hecho.

Esto del confinamiento forzoso es una cosa muy extraña en la que todos hemos tenido que aprender cosas que desconocíamos. La idea de pasar más de veinte días sin poder salir de casa, a priori, me producía la sensación de que iba a tener una gran cantidad de tiempo para hacer lo que quisiera. Pero no; o al menos, no en mi caso. Especialmente durante los primeros días, las horas se me pasaban sin que fuese capaz de hacer algo de provecho con ellas. La situación, la incertidumbre, la nueva forma de trabajar, las tareas de las casa, el resto de personas que comparten espacio contigo, los nervios, la falta de concentración… No sé. Era imposible centrarse. Pasados unos días me di cuenta de que lo único que realmente conseguía terminar era aquello que estuviese programado de antemano. El resto se difuminaba para siempre como esos sueños maravillosos que se olvidan al despertar.

Así que me propuse una cosa: buscarme una excusa para colgarme la guitarra al cuello todos los días. ¿Por qué? Pues porque adoro la música. Escucharla, interpretarla y crearla. La necesito. Es una parte de mi vida tan esencial que realmente no puedo pasar sin ella. Sobre todo en un momento a flor de piel como el que nos está tocando vivir.

No tarde mucho en encontrar un motivo. Fue fácil. Inspirándome en lo que estaban haciendo otros amigos músicos de Facebook, lo que hice fue obligarme a grabarme todos los días tocando una canción y subir el resultado a internet. Daba igual el tipo de canción que fuese (propias o ajenas, en inglés o en castellano) y tampoco tenía que perder mucho tiempo pensando en la calidad (porque eso haría que nunca terminase). Tenía que ser una única toma de guitarra y voz. Ya está. Saliese como saliese.

Comencé a hacerlo la semana pasada y resultó muy divertido. Primero por el hecho en sí (que lo es) y después porque fue un motivo perfecto para interaccionar con gente con la que hacía mucho tiempo que no hablaba. Entre ellos mi amigo Seba Rubín, un talentoso músico porteño de gusto excelente, aficionado a Seinfield y a River Plate, con el que me une una larga y sincera amistad. Él fue el que me comentó una especie de broma que estaba pergeñando con otro amigo y que consistía en pedirle a músicos afines del underground bonaerense que se grabaran una versión acústica de un grupo tan poco underground como ABBA. Viendo lo que yo ya estaba haciendo (que básicamente era eso) me preguntó si quería unirme a la aventura y lógicamente, porque me encantan estas cosas, dije que sí. 

Era viernes y querían tener las versiones antes del sábado. Tenía poco tiempo porque ese día trabajaba y por la tarde había programado una conferencia que me llevaría toda la tarde-noche. Me puse el Greatest Hits de ABBA mientras comíamos, me acordé de Super Trouper, pillé la letra por internet, saqué los acordes jugueteando con la guitarra y cuando más o menos lo tenía todo, encendí el teléfono, me puse delante y lo grabé. Hice dos tomas. La primera estaba mal porque me había equivocado en el puente (era la primera vez que la tocaba seguida). La segunda tenía algunos pequeños errores también, pero la música y la melodía estaban relativamente bien, así que pensé que podía ser suficiente. Total, era para una broma interna entre amigos. La mandé y alguien la subió a You Tube. Ahí, en teoría, acababa todo.

 Hoy me he levantado con varios mensajes en mi teléfono. Normalmente eso suele ser augurio de malas noticas, pero no ha sido el caso. Resulta que en el programa de Carlos Herrera en la COPE (uno de los que tiene más audiencia en España a esas horas) han comentado el ingenioso proyecto de un locutor de radio argentino que ha reunido a un montón de músicos haciendo en casa versiones en acústico de ABBA. Para ilustrarlo, han pinchado la interpretación de un tal Lukah Boo (“Toni Sáenz desde Vallecas”) que, para el que no lo sepa, soy yo.

Y esto es lo que ha sonado:

Super Trouper - Lukah Boo

 

Día 22

domingo, 5 de abril de 2020

Five minutes more.

Ayer me contaron un caso terrible. Una pareja de menos de treinta años llegó a la sala de urgencias del 12 de octubre con síntomas evidentes de contagio y en estado grave. Los dos acaban ingresados en cuidados intensivos. La escena, desgraciadamente cotidiana, no acabó ahí porque la pareja había llegado al hospital con un bebe de quince meses que también necesitaba cuidados especiales. Un niño de estas características debe ingresar autorizado por un tutor, pero los suyos no estaban para poder firmar papeles o para autorizar trámites burocráticos. Los miembros del hospital se pusieron en contacto con la familia del bebé, pero ésta dijo no querer hacerse cargo de una criatura con Covid-19. Así de terrible. El niño entró en el hospital finalmente como “ingreso social” (un atajo legal que luego habrá que desenmarañar) y los tres están atendidos. Lo que no sé es qué pasará mañana.

Cinco minutos antes habíamos salido a aplaudir en la ventana, como todos los días, y una vecina que no sé quién es, porque está debajo y no puedo ver su ventana, había improvisado una sala de conciertos. Se puso a cantar una canción desde la ventana y para toda la comunidad. El aplauso fue más intenso y prolongado que de costumbre.

Cinco minutos antes me acaba de enterar de que el Presidente del Gobierno había ampliado el estado de alarma hasta el 26 de abril (es decir, que seguiremos sin salir a la calle, como mínimo, hasta después de esa fecha).

Cinco minutos antes acababa de ver una película ñoña y preciosa, de esas que te ponen una sonrisa estúpida en la cara durante hora y media. Se llama Flipped y no es muy antigua, pero en su día se me paso seguramente por no parecer espectacular, ni uno de esos artefactos que aclama la crítica especializada y por no destacar entre la apabullante oferta que en su momento habría. Es decir, por lo mismo que ayer me hizo sentarme a verla.

Cinco minutos antes había tenido que tranquilizar a mi madre por teléfono porque sigue dándole vueltas a todo esto desde esa particular ventana que tiene en su cabeza. Una alejada de su mundo, intranquila, confundida y condicionada por demasiadas cosas.

Cinco minutos antes había terminado un capítulo de un libro que me había llevado durante un rato hasta el oeste de Irlanda. A la península de Connemara, concretamente. A su naturaleza salvaje, a su espíritu del fin del mundo y a un pub de Spiddal en el que los músicos locales esperaban la llegada del amanecer entre jigs, reels y canciones celtas.

Cinco minutos antes me había enterado de la muerte de Luis Eduardo Aute.

Cinco minutos antes había estado tocando una canción de ABBA (Super Trouper) porque mi amigo Seba, desde Buenos Aires, nos ha pedido a varios músicos que elijamos una canción del grupo sueco, la grabemos en casa con la guitarra y las subamos todas a Internet. Como broma. Como forma de sobrevivir.

Cinco minutos antes me dolía el estómago. Nervios, supongo.

Cinco minutos antes me estaba tomando un Vermut artesanal con la sensación de que me iba a sentar mal.

Y así.

Five minutes more - Bing Crosby (1946)

 

Día 21

sábado, 4 de abril de 2020

Not Guilty.  

Leí una frase de Arthur Miller que decía que los sentimientos de culpa son muy repetitivos; que se repiten tanto en la mente humana que llega un punto en el que te aburres de ellos. Puede ser. Una de las cosas de las que me he dado cuenta estos días es esa necesidad innata que tenemos los humanos, al menos los humanos que me rodean, de buscar un culpable para todo lo que nos pasa. Las cosas nunca ocurren porque tengan que ser así o porque algo externo las provoca; las cosas siempre ocurren porque es culpa de alguien.

¿Es así? No lo tengo tan claro.

Aunque pueda parecer otra cosa, si estamos encerrados desde hace días no es porque alguien lo haya decidido así, sino porque una crisis sanitaria de alcance mundial nos ha obligado a ello. Podemos discutir (y mucho) sobre la forma de ejecutarlo, el momento, la rapidez, el tiempo necesario, las represalias con los rebeldes, las medidas compensatorias para los afectados, la previsión que se hizo, la previsión que se dejó de hacer, los medios técnicos que se acopiaron (o no) para combatirlo y un montón de cosas más que evidentemente afectan al éxito de la gestión de una crisis como esta, pero el culpable de que estemos encerrados en casa, para desgracia de más de uno, me temo que no tiene cara ni ojos. Si estamos así no es porque alguien lo haya decidido desde el fondo de su rencor sino porque hay un virus pululando por el mundo que mata al 10% de los que se infectan.

Pero quizá por esa sentimiento de culpa que nuestra tradición cristiana nos endilga desde que nacemos, parece que necesitamos personalizar en alguien cualquier tipo de responsabilidad. Y lo hacemos, claro. Desde cualquier esquina y desde cualquier ángulo. Algunos para apagar su frustración (la mayoría), otros para ocultar sus propios errores y también los hay que, estirando la miseria hasta el límite de lo miserable, intentan obtener ganancias en río revuelto.

Y no es que quiera quitarle importancia al asunto, ni disculpar decisiones que son difíciles de disculpar (Dios me libre), pero me cabrean los oportunistas, me enfadan los que hacen leña del árbol caído, y me sublevan los que sólo saben defenderse atacando. Especialmente en una situación como esta, en la que es más que evidente dónde está el enemigo. Decía Eric Hoffer que jugar limpio significa, ante todo, no culpar a los demás de nuestros errores. Yo también estoy en esa línea. Un compañero ucraniano que conocí en un proyecto me contó un refrán ruso que aplica también en este caso: si cada uno barriera delante de su puerta, ¡qué limpia estaría la ciudad!

Así que sí, es un buen momento para mirarse a uno mismo antes que a los demás. Para diferenciar entre ser culpable o responsable; entre hacer o dejar de hacer. Para saber que criticar, especialmente a posteriori, es algo que sabe hacer cualquiera. Para darse cuenta de que destruir es infinitamente más fácil que construir. Para entender que los tuyos somos todos. Para distinguir entre equivocarse y tratar de hacer daño. Para recordar que no hay nada como estudiar de algo durante años para saber de algo. Para asimilar algo tan evidente como eso de que el hábito no hace al moje y que una gorrilla de colores o un cargo entregado a dedo no cambia tu capacidad previa. Para afrontar los errores con humildad y no con soberbia. Para asumir que la lluvia cae para todo el mundo, pero que mientras unos las recogen para beber, otros se ahogan en ella.

Decía Michel de Montaigne que a nadie le va mal durante mucho tiempo sin que él mismo tenga la culpa. Pues eso.

Not Guilty - George Harrison (1979)

 

Día 20

viernes, 3 de abril de 2020

Do you Remember.

¿Qué va a pasar? Esa es la pregunta que se pasea por las cabezas de todos nosotros y me parece natural que sea así. Lo que no me parece tan natural es pretender contestarla. Mucho menos, si se hace con unas dosis tan elevadas de contundencia como las que estoy viendo. Es más, en ese caso lo que veo es cierta soberbia (y bastante desdén) antes que naturalidad.

Es imposible saber lo que va a pasar dentro de dos meses; lo diga el presidente del Fondo Monetario Internacional, tu cuñao, un tertuliano subvencionado para que parezca enrabietado o el último reguetonero de moda. Es así. Por mucho que duela tener que dormir con la incertidumbre, que duele, tenemos que acostumbrarnos a ella. Si ya nos venían avisando de que los tiempos contemporáneos eran VUCA (volátiles, sin certezas, complejos y ambiguos), lo que viene, por razones obvias, será todavía más de lo mismo. Ya lo es, de hecho. Va a ser muy difícil emitir directrices o construir programas con vocación de durar “para toda la vida” (como las de antes) y tendremos que acostumbrarnos a que sea así. Podemos hacer previsiones, modelos, elucubraciones, proyecciones o lanzar monedas al aire, pero el número de variables es tan alto y las condiciones de contorno son tan difusas, que cualquiera que haya estudiado algo de matemáticas sabe que los resultados valdrán para muy poco. Se acabó la era de los gurús, los futurólogos y los visionarios de cabeza prodigiosa. Por mucho que ni ellos, ni los que aferrándose a lo que antes le funcionaba siguen creyendo en esa magia, se hayan dado cuenta.

Así que pensando en el futuro, lo que a mí me sale es intentar visualizar cómo nos acordaremos del pasado; cómo recordaremos esto que estamos viviendo ahora mismo. Y si me dejo llevar por cómo han sido las cosas hasta ahora (no tengo otras herramientas) lo más lógico es pensar que olvidaremos la mayor parte. Especialmente lo que no nos gusta. Al fin y al cabo eso es lo que hace el ser humano para sobrevivir; eliminar de su memoria aquello que no le hizo bien o que directamente le hizo daño. Eso o matizar el recuerdo para que parezca otro. Conservar las anécdotas positivas o graciosas (los aplausos en el balcón, los retos absurdos, los pelos largos, las tablas de gimnasia, las videollamadas…) y arrinconar las cosas malas (los episodios de ansiedad, el dolor de ese amigo que ha perdido a su padre, las miradas inquisidoras de la gente por la calle, los ejercicios de picaresca, las vulnerabilidades de esta democracia basada en la propaganda, el dolor de espalda, la incapacidad para concentrarse…).

Es de esperar que volvamos a pasear por la calle y a saludarnos; que volvamos a ir al cine y a disfrutar de conciertos multitudinarios; que quedemos para comer en restaurantes o que compartamos una botella de vino; que viajemos en el metro o incluso que volvamos a tener un simple resfriado. Lo que no sé (nadie lo sabe) es cuándo ocurrirá eso y, sobre todo, cómo será; cuánto se parecerá a lo que hemos conocido.

¿Quién se acuerda de cuando había que ir al salón para llamar por teléfono? ¿Quién se acuerda de los viajes de cinco horas en coche por carreteras de un carril y sin música? ¿Quién se acuerda de trabajar en una oficina llena de humo de puro? ¿Quién se acuerda de cómo se corregían las faltas cuando escribíamos a máquina? ¿Quién se acuerda del tamaño de las monedas de diez duros? ¿Quién se acuerda de los discos de vinilo rallados? ¿Quién se acuerda de lo que fastidiaba desperdiciar una foto del carrete? ¿Quién se acuerda del sabor amargo que tienen los sellos cuando los humedeces? ¿Quién se acuerda de la tinta corrida del Rotring o de corregir el borrón con una cuchilla de afeitar?

Respirar, estar atento en todas las direcciones y tener cuidado de no tropezar con lo que uno tiene delante. Me temo que, ahora mismo, no queda otra.

Do you Remember – Jack Johnson (2005)

 

Día 19

jueves, 2 de abril de 2020

Cut your Hair.

Llevo veintidós días encerrado en casa. Hace más de diez que no toco un euro; que no piso una acera; que no veo un coche pasar; que no hablo con una persona, aparte de las que viven en esta casa, sin que exista una pantalla por medio. Hace más de diez días que ni siquiera paso al otro lado de la puerta de mi portal. Hace todos esos días (y puede que más) que no compro algo que no sea comida; que no veo un partido de fútbol; que no juego un partido de Pádel; que no entro a un bar para tomarme un vermut; que no voy a comer con alguien para echarnos unas risas.

Pero creo que lo tengo controlado. Debe ser esa sensación de sentirme privilegiado (que lo soy), pero una vez superadas las amenazas sanitarias de los más cercanos (aunque uno nunca está tranquilo), he conseguido desarrollar una rutina que me hace estar activo y que al acostarme no me haga tener la sensación de estar perdiendo el tiempo.

Ahora comemos todos los días pan recién hecho sin necesidad de salir a comprarlo (algo que, dicho sea de paso, me da la vida). Trabajo casi más que cuando tenía que ir todos los días a la oficina. Todas las mañanas hago una tabla de ejercicios que cada vez me exige más y que es algo que no había hecho nunca antes. Cómo será la cosa, que no sé si será por eso (o por el hecho de comer mejor y más sano), pero hasta he adelgazado. Todas las mañanas escribo esta bitácora (aunque reconozco que no sé lo que aguantaré) y también me obligo a tocar la guitarra todas las tardes. Estoy leyendo un libro en inglés que en otras circunstancias nunca hubiese empezado. He jugado o toda clase de juegos telemáticos; a las películas, al trivial, a hacer el mono… He recibido clases a través de una webcam. He metido la cabeza en un plato de harina (y no descarto que lo vuelva a tener que hacer). He hablado con amigos que hacía siglos que no hablaba. En busca de algo que me hiciese reír antes de acostarme he recuperado mis DVDs de Frasier y de Cheers. Me he tomado el vermut con otra gente de forma cibernética. Gracias a la Play Station soy el manager deportivo del Atlético de Madrid (acabo de fichar otro lateral izquierdo) y juego de jardinero central en los Red Sox de Boston (acabamos de comenzar la temporada). Friego, limpio y barro. Me cambio todos los días de ropa y huelo francamente bien. Abrumado por mi vecino de enfrente, de vez en cuando hasta me pongo una camisa para parecer elegante de cintura para arriba. Escucho música por encima de mis posibilidades y he desempolvado alguna de esas novelas apócrifas que tengo escritas para ver si les puedo meter mano y arreglarlas un poco. Llegó agotado a la noche (cosa que no entiendo) y la mitad de los días me acuesto con la sensación de que me ha faltado tiempo para hacer todo lo que quería hacer.

Eso sí, hay algo que no puedo controlar y que me está comenzando preocupar. Algo que me temo que va a ir a peor según pasen los días. Me acuerdo de ello cada vez que paso por delante de un espejo. Necesito cortarme pelo.

Cut your Hair – Pavement (1994)

 

Día 18

miércoles, 1 de abril de 2020

Death of Democracy.

¿Qué es liderar? ¿Qué es mandar? ¿Qué es ser jefe? ¿Qué hace falta para serlo? ¿Quién debería definirlo? ¿Puede ser cualquiera? ¿Quién lo decide? ¿Dónde ponemos la línea de separación?

La teoría política que los griegos llamaron democracia tenía como objetivo quitar el poder a los reyes (u oligopolios) y dárselo a los ciudadanos. Ni un pero a eso. En más de veinte siglos de civilización no he visto otra idea que me convenza más. Ahora bien, ¿qué significa eso de que el poder lo tengan los ciudadanos? ¿Cómo se hace? ¿Lo tienen? Platón era muy crítico con esa idea de democracia que tenían sus compatriotas. La mitad de los ideólogos que hoy calientan tertulias y rellenan columnas de periódicos dirían que Platón era un “facha”, y ahí se acabaría el debate, pero a mí, que no tengo las cosas tan claras, me interesa darle una vuelta a sus argumentos.

Platón decía ser reacio a aplicar una utopía que se basara en la idea de que cualquiera, sin importar sus capacidades personales, pudiera tener la responsabilidad de dirigir el Estado. Él pensaba que la idea de gobernar requería preparación y virtud y que al actuar de una forma tan poco selectiva se podía llegar a una situación en la que el gobierno fuese elegido por una masa manipulada e ignorante; que una minoría de políticos demagogos se aprovechara de la ingenuidad y la falta de preparación de la mayoría. Evidentemente estaba hablando de la sociedad ateniense, anterior a Cristo, y en la que mujeres o esclavos no formaban parte del grupo con derecho a voto, pero incluso así, a mí, no me suena tan alejado de lo que veo todos los días.

Platón calificaba de demagogos a los dirigentes democráticos (políticos). Para él eran personas especializadas en el halago y el engaño, que rebatían los argumentos del adversario sin considerar sus cualidades personales. Gente fundamentalmente cínica (o de convicciones poco sólidas) que no fundamentaba su poder en su capacidad sino en una oratoria atractiva, seductora y envolvente. Sinceramente, se parece tanto a lo que conozco que asusta pensarlo.

El problema de las ideas de Platón, para mí, no está el diagnóstico, que lo clava, sino en el remedio que proponía. Él abogaba por una aristocracia (el gobierno de los mejores) compuesta exclusivamente por personas con capacidad, virtud, saber y méritos para gobernar. ¿Pero quiénes son estos? ¿Quién los elige? Ese es el problema. Estamos en el mismo sitio. ¿Quién vigila al vigilante? ¿Quién podría impedir que el sistema se convirtiese en un coto privado de las clases más privilegiadas (que al fin y al cabo es lo que era Platón)?

Seguramente no exista una solución perfecta, pero actualmente estamos en una situación que no solo dista mucho de serlo sino que seguramente ha elegido lo peor de cada casa. Y lo triste es que no creo que fuese difícil acercarnos un poco más al equilibrio si cada uno estuviese en el puesto que le corresponde y se limitase a hacer lo que mejor sabe hacer.

Llevo veinte años involucrado en proyectos industriales de diferente naturaleza y he podido hacerme una idea de cómo funcionan los Ministerios por dentro. Existen una serie de leyes, más o menos claras, que son a las que debe ceñirse cualquier iniciativa. Los ingenieros diseñan con esos criterios y los técnicos del Ministerio (gente bastante competente, en general, y que ha tenido que probar su valía para estar ahí) se encargan de comprobar que es así. A veces surgen problemas o discrepancias, pero todas ellas se dirimen con criterios técnicos y científicos. Hasta ahí todo bien. El problema surge al dar el siguiente paso en el camino de la aprobación (o no), que puede durar siglos, y que es cuando desaparece la lógica y entran los criterios peregrinos. ¿Por qué? Pues porque desde el jefe de los técnicos hasta el señor Ministro (o señora Ministra) hay varios niveles de cargos políticos (cada vez más) que están ocupados por personas cuyo mérito tiene poco que ver con la capacidad o el desempeño y mucho con la habilidad para obedecer doctrinas. Desgraciadamente estamos comprobando estos días las consecuencias de tener tanta distancia entre la persona que sabe lo que hay que hacer y la que tiene que decidir hacerlo.

No estoy defendiendo una tecnocracia, porque soy muy consciente de que el mejor gestor de un departamento de programadores no suele ser el que mejor programa, pero es obvio que el mejor gestor de un departamento de programadores será alguien que sepa lo que es programar y que al menos tenga la habilidad (o la personalidad) de saber escoger a los mejores y no a los que mejor le piropean, o los que son de su equipo, o los que le dicen lo que quiere oír. Hay que ser verdaderamente cenutrio para no darse cuenta de que no todo es política (barata) ni ideología. Hay que ser imbécil para elegir por votación popular a la persona que te va a operar del cerebro.

Pero tenemos lo que tenemos y cuando todos los líderes (y sus papagayos) deberían ser conscientes de la situación, de que estamos en el mismo barco y de que es mejor remar en la misma dirección, resulta que la clac de unos y de otros prefiere seguir lanzándose aceite hirviendo sin dejar de mirarse el ombligo. Mientras unos se dedican a criticar despiadadamente el hospital de campaña que se ha levantado en IFEMA los otros se dedican a intentar demostrar que el origen del Apocalipsis está en la manifestación feminista del 19 de marzo. Unos y otros, a mí, ahora mismo, me sobran. Son un dolor de muelas en un momento en el que lo que necesito es medicina. Una rémora. Un peso muerto. Me sobran y no les quiero. Es más, ni siquiera creo que todo eso tenga que ver con ideas del pensamiento o con política. Son hooligans y me importa poco lo que puedan decir. A mí me interesa la gente que hace cosas. La gente que piensa tratando de ahuyentar sus propios prejuicios. La gente que es capaz de reconocer que se equivoca y aprender de ello. La gente que es capaz de legitimar al adversario. La gente que tiene más contenido que continente. El resto, por mí, que se cuezan en su propio jugo.

Death of Democracy – Kula Shaker (2016)

 

Día 17

martes, 31 de marzo de 2020

Charity shop window.

Mi abuela vivía en la calle Tiziano de Madrid cuando aquello era un callejón sin salida flanqueado por casas de corrala. En la esquina de aquella calle con Bravo Murillo había una parroquia (creo que se llamaba de San Antonio) cuya majestuosidad contrastaba con el entorno. Un día, paseando con mi abuela por delante de aquel lugar (no recuerdo por qué), en la escalinata de cemento gris que decoraba la entrada, ocurrió algo que seguramente cambió mi forma de entender la vida.

No sé qué edad tenía, pero era tan pequeño que ni me acuerdo los años que podía tener. Debía ser domingo, o puede que se celebrara alguna boda, porque la gente que estaba en la entrada iba vestida con un concepto de la elegancia que no era el habitual. En la parte más alta de la escalinata, junto a la puerta principal, había una señora sentada en el suelo. Tenía la cara sucia y un pañuelo en la cabeza. El resto de su ropa parecían retales anudados sin criterio estético, con el único objetivo de tapar el cuerpo. Junto a ella había un niño que debía ser de mi edad y que estaba todavía más sucio que su madre (si es que era su madre). Llevaba pantalones cortos y eso dejaba ver una costra negra en sus rodillas. Debajo de su nariz había restos secos de algo de cuyo nombre no quiero acordarme. Tenía una mirada extraña, adulta e intimidante, de esas que parecen haberlo visto todo en la vida. A pocos metros de aquel niño había otros dos chicos que también debían ser de mi edad. Estaban muy bien vestidos y muy bien peinados (mucho mejor que yo) y jugaban a intentar pillarse el uno al otro. Sonreían a carcajadas. Agotados de correr en círculos, uno de ellos paró para tirar de la chaqueta a un señor que debía ser su padre y al que le dijo algo en el oído que yo no puede escuchar. El señor metió su mano en el bolsillo y sin mirarle a la cara o perder la conversación, le dio un puñado de monedas al muchacho. El niño sujetó las monedas en su mano y caminó junto a su amigo hacia la señora que tenía la cara sucia. Sin traspasar la zona de seguridad, a una distancia prudencial, como si aquella señora y aquel chico fuesen peligrosas atracciones de un zoo, empezaron a lanzar las monedas que le habían dado a la falda de la mujer. De una en una. Acertando y fallando. Lo hicieron entre risas que no se si eran de inocencia o de crueldad. Cuando se quedaron sin dinero dieron media vuelta y sin decir palabra siguieron jugando a lo mismo que habían estado jugando antes. La señora tampoco abrió la boca, ni hizo un solo gesto que pudiera ser interpretable. Recogió las monedas lentamente y las metió en un pequeño zurrón que había aparecido de repente. El niño de mocos secos, con aquella mirada caducada, se quedó observando a los otros dos chicos que jugaban.

Aquello me dejó tan impresionado que intenté que algún adulto me lo explicara. Ninguno fue capaz. Me regalaron un montón de metáforas torpes, frases hechas y conceptos que se mezclaban entre ellos de forma difusa, y que no se correspondían con lo que yo había visto. Caridad, limosna, generosidad, humanidad, altruismo, cooperación… No. Lo que yo había visto era un ejemplo especialmente cruel de humillación y de aceptación de una realidad que debería ser inaceptable.

Mi relación con todos esos conceptos ha sido muy complicada desde entonces. Siguen siendo difusos para mí. Nunca sé dónde empiezan y dónde acaban. Reconozco que generalmente no me los creo; que soy irracionalmente intransigente (y seguramente injusto) con aquello que representan. No creo en la limosna, ni en la caridad, ni en muchos de esos eufemismos que utilizamos para quitarle a nuestra conciencia ese olor tan molesto que deja el saber que formamos parte de una situación que es intrínsecamente injusta. Decía Jack London que tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él.

Estoy volviendo a escarbar sobre todo esto durante estos días tan raros, y si antes no lo tenía muy claro, ahora creo que lo tengo todavía menos. Hoy soy capaz de sentir la fuerza de la gente, su generosidad y sus genuinas ganas de ayudar, pero sigo siendo reacio a creerme los canales que hemos estandarizado para transmitir ese sentimiento. El otro día, gracias una iniciativa del lugar en el que trabajo, hice una donación destinada a la compra de material sanitario. Las donaciones deberían ser anónimas y este detalle no merecería mayor comentario, pero es que quince minutos después de hacerla recibí un correo, de alguien que no conocía, avisándome de que ese acto de “generosidad” era desgravable en mi próxima declaración de la renta. ¿En serio? ¿Qué sentido tiene que sea así?

¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que el gobierno recaude dinero a través de los impuestos de los ciudadanos para repartirlo después (desconozco con qué criterio) entre Organizaciones que se autodenominan No Gubernamentales (ONG)? ¿Qué sentido tiene una ONG en la que la N y la G no son del todo ciertas? Conozco gente (a la que quiero) que trabaja en ONGs. No digo que colabore o que ayude, no. Que trabaja. Tiene sueldos, subidas de sueldo, bonus, liquidaciones de viajes, horario de oficina y pasan su jornada laboral en un edificio de oficinas de Madrid parecido al mío. ¿Tiene sentido vivir así de la caridad? No lo tengo muy claro.

Hace años tuve la suerte de asistir a una charla sobre liderazgo que nos dio una persona de Médicos sin Fronteras, de esas que se dejan su vida salvando a otras personas de morir en el mediterráneo. Fue una sesión fantástica y salí de allí admirando mucho a esa mujer que me pareció valiente, generosa y muy carismática. Pero me llamó mucho la atención que hablase todo el tiempo, casi exclusivamente, del vínculo sentimental tan fuerte que había forjado con sus compañeros de la organización (y otras organizaciones) y de lo importante que era lo que ellos estaba haciendo allí. Contó mil y una anécdotas de lo que habían pasado juntos, pero ni una sola vez se refirió a los rescatados más que en términos de cifras o de datos estadísticos.

Independientemente de mis propios prejuicios, soy consciente de que la generosidad es algo fundamental para sentirnos (y sentir a los demás) como humanos. A todos los niveles, además. Recuerdo que viviendo en Holanda me sentía muy mal cada vez que iba a cenar con amigos y cada uno de ellos pagaba exactamente aquello que habían comido. Reconozco que me resulta gratificante escuchar elogios sobre la sanidad pública porque siento que formo parte de ello. Y me resulta mucho más gratificante todavía escuchar a esos médicos cubanos que viajaron a Italia para ayudar a sus colegas en plena crisis. Un periodista les preguntó que por qué hacían eso, sin que hiciese falta completar la frase con un implícito “a cambio de nada”, y ellos contestaron con algo que deberíamos memorizar todas las mañanas: porque la solidaridad no es dar lo que te sobra sino compartir lo que tienes.

Con eso me quedo. Más generosidad y menos limosna. Más solidaridad y menos caridad. Decía Eduardo Galeano que la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo.

Pues eso.

Charity shop window – A Girl Called Eddy (2020)

 

Día 16

lunes, 30 de marzo de 2020

Teach your Children. 

A todos nos cambió la vida cuando hace más de quince días se decretó esto que venimos a llamar confinamiento. Ocurrió tan rápido, de forma tan imprevista, que ni siquiera fuimos muy conscientes de lo que estaba pasando y de lo que significaba. Era difícil visualizar entonces la idea de permanecer dos semanas en casa (y lo que te rondaré morena) sin poder salir a la calle, con todas las tiendas cerradas, el mundo parado y las calles vacías. Era complicado ponerse a pensar con algo de nitidez sobre los cumpleaños que nos pillaría en medio, la gente que fallecería sin tan siquiera poder tener cerca a los suyos, los Eurobonos, las vacaciones de Semana Santa, los respiradores hechos con impresoras 3D, o sobre la vulnerabilidad de una economía basada en algo tan vulnerable como el turismo.Nada más lejos de la realidad. Durante aquellas frenéticas veinticuatro o cuarenta y ocho horas (porque no fue mucho más que eso), y aunque ahora nos parezca un chiste, hubo tres fenómenos (¿amenazas?) que básicamente acapararon la charla intrascendente y los foros de Whatsapp (y perdón por la redundancia): el papel higiénico, las actividades de ocio y la obligación de tener a los niños en casa.

La primera de las tres se me escapa. Lo reconozco. Llevo toda la vida estudiando, pero soy incapaz de entender ese fenómeno que llevó a la sociedad española a esquilmar el suministro de papel del váter como si fuésemos una manada de simios desatados. No el agua, o la harina, o alimentos de primera necesidad. No. Un papel de uso muy concreto (permítanme ahorrarme los detalles) que sólo resulta relevante en una parte del mundo, porque en la otra, doy fe, lo tienen solucionado con otros métodos. Creo que si yo fuese un escritor de talento intentaría escribir una novela en torno a este tema porque me resulta fascinante. Del segundo punto, la oferta de opciones de ocio por encima de nuestras posibilidades, seguramente es mejor hablar otro día (o no, ya veremos). Me interesa mucho más centrarme en el tercero.

Si durante esos días uno atendía a los comentarios que salpicaban los medios de comunicación (y uno se los tomaba en serio), la perspectiva de encerrarse en casa con niños (incluso con los propios) se asemejaba más a una tortura de la peor división del ejército nazi que a otra cosa. Para combatir la llegada de esa supuesta versión del apocalipsis, los medios especializados llenaron su parrilla de sugerencias absurdas, típicas de suplemento de periódico engreído, que o bien trataban a los niños como alevines de superhéroes que tienen que pasar cada segundo de sus vidas desarrollando un talento sobrenatural y pensando en el ingreso en Harvard, o diréctamente como imbéciles. La gente adicta a las píldoras mágicas, los papás que se comen esa bazofia (y otras mierdas milagrosas como la música clásica que desarrolla el intelecto, los juegos educativos o la leche de almendra), amanecía horrorizada ante la perspectiva de pasar las veinticuatro horas del día con sus propios hijos sin tener herramientas mágicas o un libro de autoayuda, escrito por el enésimo imitador de Paolo Coelho, que les dijese cómo tenían que hacerlo.

Pues bien, los niños nos han dado una lección. Admito que la perspectiva que puedo tener desde esta ventana es lógicamente muy sesgada, pero esa es la sensación que tengo y esa es la que quiero transmitir. Los niños se han adaptado mucho mejor que nosotros a algo que entienden todavía menos. Es más, es muy probable que ellos nos estén sirviendo más de ayuda a nosotros que nosotros a ellos. Sus cambios de humor son bastante menos frecuentes y bastante menos hostiles. Son capaces de seguir riéndose de las mismas cosas que se reían antes e incluso de otras nuevas; lo cual, pensándolo bien, resulta ser una gran lección de madurez. Han aprendido a manejar todas las aplicaciones digitales de comunicación en apenas quince segundos y sin dificultad alguna. ¿Por qué? Pues porque tenían (meridianamente) claro que su objetivo no era aprender complicadísimas aplicaciones digitales de comunicación porque un señor muy listo dicen en #0 (de Movistar) que eso es lo que hay que hacer, sino que querían hablar con sus amigos y esa era la única forma de hacerlo. Han inventado historias y seriales que ocupan su tiempo sin detenerse en estupideces como tener que plantearse el sentido de hacerlo o para qué sirve. Han aprendido a jugar a distancia. Han aprendido a encontrar su hueco en espacios donde no hay huecos. Aplauden a las ocho de la tarde con más fuerza y más ilusión que nadie. En dos días han pasado de copiar a mano los infumables ejercicios de lengua que aparecen en un infumable libro de lengua a tener que buscarlos en el aula virtual de un servidor colapsado. Y lo hacen; con paciencia y sin tener que escribir un blog para explicarlo y sentirse realizados. Todo lo ejecutan con naturalidad; sin dramas falsificados, ni alegría hipócrita y sin buscar recompensa. No tienen vergüenza o reparo en colgar sus dibujos en la ventana de su habitación para que los demás los podamos ver. Han necesitado veinte segundos para aprender a jugar al Risk o al Catan o al Carcassonne o a cualquiera de esos juegos que les decíamos que eran de mayores. No sólo eso, encima nos ganan. Han aprendido que su cama puede ser una cabaña fantástica y su habitación un universo inexplorado. Ayer, por ejemplo, yo descubrí que todos los muñecos de la habitación de Emma, además de nombre, tienen una fecha de cumpleaños. Los supe porque en la pared apareció una hoja con un listado de todas las efemérides de los habitantes de aquel universo. Ayer, de hecho, era el cumpleaños de Pami, un muñeco que adoptamos en Dublín, y al que le hicimos una fiesta por la tarde. El regalo principal fue un traje de fieltro que habían estado haciendo por la mañana (adjunto evidencia).



Si tengo que quedarme con algo de todos estos días es precisamente con eso. Con la lección que nos están dado. Con lo poderoso que es ese juguete llamado imaginación que llevaba tanto tiempo acumulando polvo y que se nos había olvidado que existía.


Teach your Children – Crosby, Stills, Nash & Young (1970)

 

Día 15

domingo, 29 de marzo de 2020

Sunday.

Hoy es domingo. Y hace un sol espléndido. Y estoy seguro de que ahí fuera hace también un día maravilloso, de esos que solamente puede ofrecer una ciudad como esta en la que la primavera no existe y el verano suele tomar el testigo directamente del propio invierno. Uno de tantos días que fueron ayer y que hoy, siendo el mismo, es diferente.

Podría pensarse que es difícil saber qué estaría haciendo en circunstancias normales, pero en realidad no lo es tanto. Si me sujeto la nostalgia y contengo las hipérboles es probable que ahora mismo, por ejemplo, estuviese viajando en metro camino de alguna librería del centro. Y es curioso porque lo que mi conciencia echa de menos no es comprar un libro, que tengo todavía varios sin leer en casa, sino el camino hasta ese momento. El rato de soledad rodeado de gente que no conozco. Escuchar el peso de la civilización en sitios como Callao o Sol. El olor del papel sin tocar. Buscar entre las novedades y sorprenderme con lo que se me había pasado. El color de Madrid a la hora del aperitivo. Pasear por esas calles estrechas, retorcidas y contrarias a cualquier lógica urbanística, de las que ya estaba enamorado antes de tener que echarlas de menos.

Es probable también que hubiésemos quedado a comer con alguien, querido o no, porque aunque no fuese un cita que me hiciese especial ilusión es algo que echo de menos igualmente. Echo de menos tener que vestirme medianamente decente, descubrir un sitio nuevo, acabar en una sobremesa etílica que me hiciese añorar una siesta que nunca me tomo, o simplemente compartir una botella de vino con otra gente. Seguramente me tocaría recorrer un tramo de Recoletos a pie, viendo las filas de turistas que se agolpan a las puertas del Prado o del Thyssen. O puede que hubiésemos apostado por lo exótico y hubiese que subir por esa cuesta infernal que une Lavapies con Anton Martin. O atravesar el pasadizo de San Ginés para llegar a ese restaurante que nos gusta tanto. O mucho mejor, ir a comer el cocido de mi madre (¡a mi casa!) y darme una vuelta por el Puente de Vallecas antes de encontrarme en la puerta con mis antiguos vecinos.

Es probable que comiésemos en casa y no tuviese mucho que hacer y que de camino a comprar el pan me desviase para ver si han puesto algo nuevo en el Matadero, o para tomarme un vermut de grifo con algún padre de los que he conocido a través del colegio de las niñas, que me cae genial, y que tendría tan pocas ganas de volver a casa como yo.

Es probable que hubiésemos ido (otra vez) al Museo Arqueológico para ver (otra vez) la sección dedicada a los antiguos egipcios, o a la casa de Sorolla para ver ese cuadro que le gustó tanto a Maite, o a ese pequeño museo de dibujo que hay por Conde Duque y que nunca me acuerdo de cómo se llama, o a esa tienda de productos italianos que hay en Ríos Rosas, o una sesión temprana de Cine, o a ese teatro desvencijado, cerca del Puente de los Franceses, al que hace tanto que no vamos.

Y es probable que hoy jugase el Atleti en casa y estuviese preparándome para ir. Echo mucho de menos ese momento. El viaje hasta allí, momento en el que mi amigo Teno y yo aprovechamos para arreglar el mundo. Buscar a mi hermano y a Richy en el parking del estadio para tomarnos unas cervezas con ellos y echarnos unas risas. El paseo hasta la puerta sorteando gente sonriente y humanos adultos que gritan o cantan vestidos de rojiblanco. Retrasar el acceso a la grada porque me he encontrado en la entrada con algún conocido que profesa la misma religión. Encontrarme arriba con Iñako, y con Manuel, y con Sandra, y con ese señor que se sienta a mi lado, con el que me abrazo cuando metemos gol, con el que comento los cambios tácticos y que no sé cómo se llama. Echo de menos los nervios, y la emoción, y las risas, y hablar de series de televisión durante el descanso. Y es curioso porque ahora mismo me da igual el rival, o el juego o la alineación. Es más, lo de ganar o perder me parece un detalle completamente irrelevante.

Sí. Definitivamente, echo mucho de menos los tiempos en los que nos quejábamos de estupideces.

 Sunday - Frank Sinatra (1954)

 

Día 14

sábado, 28 de marzo de 2020

So Tired.





"El cansancio ronca sobre los guijarros; en tanto que la pereza halla dura la almohada de pluma"

William Shakespeare.




So Tired - Art blakey & the Jazz messengers (1960)

 

Día 13

viernes, 27 de marzo de 2020

Funny face.

 Hace unos años tuve la suerte de pasar quince días en Japón; un país fascinante y contradictorio, del que desconocía sus peculiaridades y que en muchos aspectos resultó ser como un planeta de otro universo. Para lo bueno y para lo malo, porque todas las culturas tienen sus manchas y porque cada vez tengo más claro que no existe la perfección, los colores puros o la verdad absoluta.

La primera vez que entré en el suburbano de Tokio (que es un multiuniverso ya en sí mismo), y una vez que asimilé aquel hervidero impresionante de gente, la mezcla de sonidos, o el caos ordenado que reinaba en un lugar en el que dicen que puede concentrarse hasta un millón de personas, hubo algo que me llamó la atención casi por encima de todo lo demás. En el vagón en el que yo viajaba, que estaba bastante bien nutrido de pasajeros como suele ser normal, había cuatro o cinco personas con una máscara blanca tapándoles la cara.

Aquellas máscaras eran las mismas que hoy constituyen una foto icónica de los tiempos que estamos viviendo. Hoy la llevan los médicos y los trabajadores de la sanidad, lógicamente, pero también la llevan los agentes de orden público, las personas que me encuentro en la fila del Ahorra Más, ese vecino superlisto que pone la música a todo volumen y que baja a su perrita unas seiscientas treinta veces al día, los periodistas vendedores de rabiosa actualidad (ya saben, esos que nos informan con oportuna dosis de histrionismo de algo que ya sabemos) y la llevan también los simpatiquísimos famosos (y famosas) televisivos que a través de una videoconferencia de Zoom o de Hangouts, y para que nos quedemos tranquilos, nos enseñan lo simpatiquísimos que siguen siendo incluso en una situación tan súper-o-sea-qué-mal.

No sé de dónde han salido todas esas máscaras, porque yo no tengo, ni sé cómo se pueden conseguir, pero ahí están. Son casi como un símbolo de estatus. La prueba de que se controla la situación. La sinécdoque que lo explica todo. ¿Nos hemos vuelto japoneses? Me temo que no. Es más, me atrevería a decir que estamos aprovechando ese mismo símbolo en sentido contrario.

Cuando hace años me encontré en el metro de Tokio con aquellos tres o cuatro ciudadanos que llevaban una mácara tapándoles la cara, lo primero que hice fue preguntarme por qué lo hacían. Inmediatamente después, sin esperar a una respuesta lógica, sentí la amenaza de lo desconocido y el miedo que esto suele llevar aparejado. Y me puse alerta, claro. Mi deducción natural fue pensar que si esa gente llevaba aquello tan aparatoso en la cara era porque resultaba estrictamente necesario para ellos. Es decir, que estaban protegiéndose de algo de lo que yo no me estaba protegiendo. ¿Había alguna sustancia tóxica en el ambiente de la capital japonesa y no me habían avisado? ¿Corría peligro por algo que yo desconocía y ellos no? Mis prejuicios me hacían pensar que me encontraba en una situación de inferioridad (y que por tanto era vulnerable). Eso me hizo sentir incómodo. Pero miraba al resto de pasajeros y no les veía preocupados. Al contrario; leían o dormían (o algo parecido), sin que pareciese preocupados por una amenaza latente e invisible.

Tardé poco tiempo en descubrir la realidad. Aquellas personas no llevaban la máscara para protegerse de una amenaza desconocida. Su acto no respondía a esa concepción egoísta de la vida que desgraciadamente es la que tenemos interiorizada. Aquellas personas, que probablemente estaban enfermas de gripe o creían estarlo, llevaban puesta la máscara en un acto de generosidad hacia los demás; hacia esa sociedad a la que ellos mismos pertenecían y que sabían que actuaría igual si la situación fuese a la inversa.

Vi personas con mascarilla cada vez que monté en el metro, o en el autobús, y cada vez que paseé por un lugar público, más o menos concurrido. Cada vez que veía a uno de ellos (hombres, mujeres y niños), y una vez descubierto el truco, pensaba que individualmente no "ganaban" nada por hacerlo. Su salud seguiría siendo exactamente la misma, con o sin mascarillas. De hecho si que estaban “perdiendo" algo, ya que llevarla es incómodo, da calor, se respira mal y aprieta la piel. Es más, seguramente habían tenido incluso que comprarla con su propio dinero. ¿Cómo se entiende desde aquí eso de gastar dinero y sacrificarse uno mismo de forma "gratuita", simplemente por ayudar a los demás?

No pretendo glosar las maravillas de Japón, porque la cultura nipona tiene también muchas otras cosas que son horribles (o muy horribles). Detesto además todas esas peleas barriobajeras del tipo “y tú más” que genera esa enfermedad llamada nacionalismo. Lo único que creo es que, especialmente ahora, deberíamos reflexionar sobre las cosas buenas que tienen los demás y que nosotros (ya) no tenemos. Influidos seguramente por esa corriente ultra individualista que impera en las culturas del norte de Europa, de origen calvinista o luterano o protestante en general y que son las que llevan los mandos del actual sistema capitalista, la sociedad española, que tradicionalmente ha sido más de ayudar que de no hacerlo, tiende rápidamente a esa forma totalitaria y sumamente egoísta de ver el mundo; una en la que todo empieza y acaba en uno mismo.

Ojalá todo esto sirva para que algún día mi vecino, el de la música, el que cuando me crucé ayer con él para echar la basura me condenó con la mirada por no llevar una máscara parecida a las que usaban en el ejército alemán durante la primera guerra mundial (que es la que llevaba él), le entren ganas de colocarse esa máscara para protegerme a mí.

Funny Face – The Kinks (1967)

 

Día 12

jueves, 26 de marzo de 2020

Anxious.

El otro día terminé de leer el último libro de Nickolas Butler (“Algo en lo que creer”) y me dejó completamente frío. Fue muy decepcionante, porque los dos libros anteriores (“Canciones de amor a quemarropa” y “El corazón de los hombres”) me habían encantado. HBO comenzó a emitir la semana pasada la última serie de David Simon, el cerebro que respira detrás de maravillas de la televisión contemporánea como The Wire, Treme, Show me a Hero o The Deuce y del que me declaro un rendido fan. Tenía muchas ganas de que llegara ese día porque su nuevo trabajo es además la adaptación de una novela (“La conjura contra América”) de un escritor por el que también tengo gran admiración (Philip Roth). La serie lleva ya dos capítulos y me he dormido en los dos. No descarto que la cosa cambie en breve (las series de David Simon tardan en coger el vuelo), pero nuevamente ha resultado muy decepcionante. Un amigo de criterio contrastado (y fiable) me recomendó ver la última película de Jonás Trueba (“La virgen de Agosto”). La terminé ayer, a duras penas, sin ser capaz de apartar la vista del teléfono movil, sin que me tocase por dentro en un solo momento y con una extraña sensación de que en realidad no la había visto. Hace quince días que no descubro un disco que me enganche (raro), que es el mismo tiempo que llevo sin escribir un párrafo de ficción.

¿Qué me pasa?

Es obvio. El mundo se ha parado sin pararse y eso, entre otras cosas, genera ansiedad. Es una situación tan extraña e inquietante que provoca escenarios improvisados y reacciones que son desconocidas para todos (o que al menos lo son para mí). Por mucho cerebro que le ponga, por mucha teoría que interiorice, por mucho karma que intente rebañar y por mucho optimismo que pretenda sintetizar a base de trucos de alquimia, la realidad es que al final del día me siento como esos muñecos de dibujos animados que mueven las piernas a toda velocidad y que son incapaces de avanzar un solo milímetro.

Norman Mailer dijo una vez que el papel natural del hombre del siglo XX es la ansiedad, pero creo que se refería a una variedad distinta; a esa que nos ocupaba hace quince días; esa que era posmoderna, y vanguardista y que tenía un punto de insolencia; esa que nos ayudaba a hacer competiciones de natación en un vaso de agua; esa en la que nos apoyábamos para elaborar sesudos dramas de época en torno a una mancha en la camisa; esa que utilizábamos para construir montaña de pensamiento elaborado y melancólico sobre cualquier estupidez. Era una enfermedad tan teórica, tan inocente, tan de ricos, que hoy, mirando a través de esta ventana, me resulta entrañable rememorarla.

Cómo sería la cosa que ni nos dábamos cuenta de lo importante cuando pasaba delante de nuestras narices. Hoy leo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha decidido cambiar la expresión que utiliza para referirse al confinamiento forzoso que se está implantando la mayoría de países. ¿Una tontería? Bueno, no lo creo. A nadie le llamó la atención que hace quince días se empezase a usar la expresión “distanciamiento social” para referirse a dicho fenómeno. Hoy, que la expresión ha sido sustituida por “distanciamiento físico”, entendemos perfectamente que aquello fue un error de bulto. Los humanos podemos separarnos físicamente, pero hacerlo como sociedad sería terrible. Ahora entendemos mejor que socializar no es comprar en un centro comercial algo que realmente no necesitamos. Socializar es quererse.

Lo paradójico del asunto es que yo mismo estoy volviendo a caer en la misma misma trampa (y seguramente volveré a caer mañana, en cuanto volvamos a esa normalidad que todavía no conocemos). Mientras me quejo amargamente porque la ansiedad no me deja emocionarme como antes, y lo hago desde una habitación luminosa en un cuarto con ascensor, con calefacción, con luz, con agua, con internet, con un café humeante delante de mí y con Bill Evans sonando de fondo, estoy leyendo que las favelas de Brasil temen lo que se les puede venir encima cuando les llegué el dichoso virus.

Volviendo al principio, el cierre temporal de las bibliotecas municipales me ha dejado con dos libros aparcados en mi mesilla de noche. El primero tuve que dejarlo antes de las cien páginas (“Los infinitos” de John Banville). Seguramente no era el momento. Del segundo, que habla de la vida y obra de Antonio Machado, me voy a quedar con una reflexión del propio poeta. “Sin el tiempo, esa invención de Satanás, el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza”.

Así que, como no podemos prescindir del tiempo, eso es lo que nos toca hoy: la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza.

Anxious – The Housemartins (1986)

 

Día 11

miércoles, 25 de marzo de 2020

Surf's Up

Acabo de leer que un tercio de la población mundial (¡mundial!) está ahora mismo encerrada en sus casas. Eso es mucha gente. Eso es mucha gente viviendo en un universo en el que no se puede hacer deporte, socializar, pasear por la calle, o cualquier otra actividad que necesite traspasar el umbral de la puerta. Eso es mucha gente que no sólo necesita entretenerse y pasar el tiempo, sino que también necesita trabajar, formarse, informarse o simplemente comunicarse con los demás. En pleno siglo XXI, todo esto nos lleva indefectiblemente a la red de redes.

Por muy buen momento que sea para desempolvar la caja de Juegos Reunidos Geiper o esa colección de los Episodios Nacionales que tenemos en una esquina de casa y a la que nunca vemos el momento de hincarle el diente (que lo es, y lo digo sin ápice de ironía) es inevitable vivir en la realidad. Y más todavía en unas circunstancias tan excepcionales que puede que no lo sean tanto en el futuro, cuando todo esté, todo el rato, conectado a la misma red. La duda que me surge ahora mismo es si estamos preparados para ello.

Hace un par de días escuché que habían solicitado a Netflix, Amazon y demás proveedores de servicios de streaming que bajasen la calidad de sus transmisiones porque la red había pasado el punto de saturación controlada. Entiendo que el foco informativo esté ahora mismo en otro sitio y es normal que una noticia así haya pasado prácticamente desapercibida a todos los niveles, pero me parece interesante reflexionar sobre el hecho de que la red, a nivel mundial, pueda estar cerca de colapsar en un escenario como este, que no deja de ser una especie de simulación de ese lugar al que queremos ir.

Pero más que un tema de infraestructuras (porque es probable que lo anterior se reduzca básicamente a eso) me resulta más inquietante reflexionar sobre si estamos preparados como sociedad desde un punto de vista cultural, ético o anímico. Si las administraciones asumen un fenómeno así como un reto social o como una simple vía de negocio (otra) que se puede dejar en manos de los sospechosos habituales. Y no me refiero a nivel mundial, que para mí es un concepto lejano, abstracto y engañoso, sino a nivel local. Me da igual si están preparados en Silicon Valley, en Cambridge, en Reikiavik o en Tokyo. Quiero saber si lo estamos aquí, en Madrid, en Miranda de Ebro y en Bollullos de la Mitación; en el suroeste de Europa; en esta sociedad cercana que es en la que vivo y a la que pertenezco.

Llevo varios años observando que en todas las presentaciones grandilocuentes que las grandes empresas españolas hacen de cara al exterior (es decir, para sus accionistas) aparece siempre un epígrafe dedicado a la digitalización. Como tantas otras cosas, mi sensación es que eso responde más a una necesidad de aparentar estar al día que a una situación real. Son epígrafes que más allá de un diseño sumamente atractivo, y de un uso realmente prodigioso de las palabras, lo que llevan detrás es poco (o nada). Sé que la gente que se dedica a estas cosas me lo cuestionará, pero la realidad es la que es. Seguimos teniendo que pagar con dinero físico en los parkings y en muchos establecimientos (los taxis, por ejemplo, sólo se lo tomaron en serio cuando tuvieron su particular apocalipsis); seguimos teniendo que acudir a la administración para renovar cualquier estupidez; seguimos teniendo que rellenar a mano la matrícula del instituto o del dentista, y repetir, una y otra vez, los mismos datos de siempre en los mismos sitios de siempre; seguimos teniendo que acudir físicamente, todos los días, a una zona concreta en la que nuestro jefe pueda vernos (especialmente si queremos conservar la reputación de trabajadores responsables); tenemos que llevar el DNI (y otros mil doscientos carnés) en la cartera; seguimos viendo los juzgados repletos de montañas de papeles; tenemos que hacer una cola kilométrica para apuntarnos a un curso del polideportivo municipal (o bueno, tenemos que seguir haciendo colas para todo); y así podría seguir hasta la extenuación. ¿Está la administración española preparada para manejar de forma inteligente (y digital) todos los datos médicos de una supuesta prueba masiva del Covid-19?

Gracias a esto del confinamiento mi jefe ha descubierto el teletrabajo (algo que muchos directivos entienden como menor, o negativo, o reservado para gente sin responsabilidad). De esa manera ha descubierto también las aplicaciones para comunicación telemática que teníamos instaladas desde hacía años. Es un alto directivo de una compañía importante, pero en esto no destaca respecto a sus compañeros del Top 50. En una sociedad jerarquizada y presencialista como la nuestra, eso significa que poca gente de sus numerosos subalternos (“equipos” queda más fino) va a utilizar unas herramientas que ellos mismos no utilizan. Ahora no le ha quedado más remedio que usarlas, pero las comunicaciones no fueron muy bien en la primera reunión que tuvimos. Se puso nervioso y echo la culpa a "esas moderneces que no valen para nada”, pero después de invocar a todas las criaturas del averno, y de hacerlo en términos muy poco edificantes, descubrió que el problema lo tenía solamente él; era el único que no escuchaba y el único al que no se le escuchaba. Como nunca lo había usado antes, descubrió en ese momento que su conexión a Internet, que tenía contratada la más barata y cutre del mercado, no funcionaba bien en una casa con tres niños y una señora que la estaban usando a la vez.

Más allá del peculiar concepto de austeridad de mi jefe, esa es ahora mismo la realidad de un montón de hogares españoles. Esa y otras parecidas. Conozco casas que sólo tienen un ordenador (y no precisamente actualizado) que están teniendo muchos problemas para compatibilizar el trabajo de los padres y de los hijos. De un día para otro hemos pasado a una situación en la que un estudiante necesita obligatoriamente un ordenador y una conexión decente de red cuando es algo que hace quince días ni siquiera se planteaba. De hecho, lo que era obligatorio hace quince días era que los alumnos se comprasen todos los años (repito, todos los años) unos libros de texto totalmente físicos que además de absurdos (y muy malos) son ridículamente caros. ¿Digitalización? Ya. ¿De qué vale una pizarra digital si se usa exactamente igual que una de tiza? ¿De qué sirve estudiar con Ipad si lo que estás estudiando es lo mismo (y contado de la misma forma) que estudiaba mi abuelo? En esto de la educación deberíamos empezar olvidarnos del continente (u otras estupideces accesorias que sólo ayudan a alimentar el debate político) y concentrarnos un poco más en el contenido.

Pero es que contratar un buen servicio de acceso a la red seguía siendo un artículo de lujo hace quince días (y hoy, desgraciadamente, lo sigue siendo); uno que además suele llevar aparejado el impuesto revolucionario de un paquete de televisión (u otras mierdas varias) que normalmente no hacen falta. De hecho, somos uno de los países europeos con las tarifas más altas (y más peregrinas) para servicios de telecomunicaciones. No lo digo yo, lo dice la propia Unión Europea. ¿Por qué?

¿Estamos preparados? No. ¿Tiene sentido culpar a la sociedad española de su retraso digital con este panorama? Tampoco



Surf's Up - Brian Wilson/The Beach Boys (1967)