Charity shop window.
Mi abuela vivía en la calle Tiziano de Madrid cuando aquello era un callejón sin salida flanqueado por casas de corrala. En la esquina de aquella calle con Bravo Murillo había una parroquia (creo que se llamaba de San Antonio) cuya majestuosidad contrastaba con el entorno. Un día, paseando con mi abuela por delante de aquel lugar (no recuerdo por qué), en la escalinata de cemento gris que decoraba la entrada, ocurrió algo que seguramente cambió mi forma de entender la vida.
No sé qué edad tenía, pero era tan pequeño que ni me acuerdo los años que podía tener. Debía ser domingo, o puede que se celebrara alguna boda, porque la gente que estaba en la entrada iba vestida con un concepto de la elegancia que no era el habitual. En la parte más alta de la escalinata, junto a la puerta principal, había una señora sentada en el suelo. Tenía la cara sucia y un pañuelo en la cabeza. El resto de su ropa parecían retales anudados sin criterio estético, con el único objetivo de tapar el cuerpo. Junto a ella había un niño que debía ser de mi edad y que estaba todavía más sucio que su madre (si es que era su madre). Llevaba pantalones cortos y eso dejaba ver una costra negra en sus rodillas. Debajo de su nariz había restos secos de algo de cuyo nombre no quiero acordarme. Tenía una mirada extraña, adulta e intimidante, de esas que parecen haberlo visto todo en la vida. A pocos metros de aquel niño había otros dos chicos que también debían ser de mi edad. Estaban muy bien vestidos y muy bien peinados (mucho mejor que yo) y jugaban a intentar pillarse el uno al otro. Sonreían a carcajadas. Agotados de correr en círculos, uno de ellos paró para tirar de la chaqueta a un señor que debía ser su padre y al que le dijo algo en el oído que yo no puede escuchar. El señor metió su mano en el bolsillo y sin mirarle a la cara o perder la conversación, le dio un puñado de monedas al muchacho. El niño sujetó las monedas en su mano y caminó junto a su amigo hacia la señora que tenía la cara sucia. Sin traspasar la zona de seguridad, a una distancia prudencial, como si aquella señora y aquel chico fuesen peligrosas atracciones de un zoo, empezaron a lanzar las monedas que le habían dado a la falda de la mujer. De una en una. Acertando y fallando. Lo hicieron entre risas que no se si eran de inocencia o de crueldad. Cuando se quedaron sin dinero dieron media vuelta y sin decir palabra siguieron jugando a lo mismo que habían estado jugando antes. La señora tampoco abrió la boca, ni hizo un solo gesto que pudiera ser interpretable. Recogió las monedas lentamente y las metió en un pequeño zurrón que había aparecido de repente. El niño de mocos secos, con aquella mirada caducada, se quedó observando a los otros dos chicos que jugaban.
Aquello me dejó tan impresionado que intenté que algún adulto me lo explicara. Ninguno fue capaz. Me regalaron un montón de metáforas torpes, frases hechas y conceptos que se mezclaban entre ellos de forma difusa, y que no se correspondían con lo que yo había visto. Caridad, limosna, generosidad, humanidad, altruismo, cooperación… No. Lo que yo había visto era un ejemplo especialmente cruel de humillación y de aceptación de una realidad que debería ser inaceptable.
Mi relación con todos esos conceptos ha sido muy complicada desde entonces. Siguen siendo difusos para mí. Nunca sé dónde empiezan y dónde acaban. Reconozco que generalmente no me los creo; que soy irracionalmente intransigente (y seguramente injusto) con aquello que representan. No creo en la limosna, ni en la caridad, ni en muchos de esos eufemismos que utilizamos para quitarle a nuestra conciencia ese olor tan molesto que deja el saber que formamos parte de una situación que es intrínsecamente injusta. Decía Jack London que tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él.
Estoy volviendo a escarbar sobre todo esto durante estos días tan raros, y si antes no lo tenía muy claro, ahora creo que lo tengo todavía menos. Hoy soy capaz de sentir la fuerza de la gente, su generosidad y sus genuinas ganas de ayudar, pero sigo siendo reacio a creerme los canales que hemos estandarizado para transmitir ese sentimiento. El otro día, gracias una iniciativa del lugar en el que trabajo, hice una donación destinada a la compra de material sanitario. Las donaciones deberían ser anónimas y este detalle no merecería mayor comentario, pero es que quince minutos después de hacerla recibí un correo, de alguien que no conocía, avisándome de que ese acto de “generosidad” era desgravable en mi próxima declaración de la renta. ¿En serio? ¿Qué sentido tiene que sea así?
¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que el gobierno recaude dinero a través de los impuestos de los ciudadanos para repartirlo después (desconozco con qué criterio) entre Organizaciones que se autodenominan No Gubernamentales (ONG)? ¿Qué sentido tiene una ONG en la que la N y la G no son del todo ciertas? Conozco gente (a la que quiero) que trabaja en ONGs. No digo que colabore o que ayude, no. Que trabaja. Tiene sueldos, subidas de sueldo, bonus, liquidaciones de viajes, horario de oficina y pasan su jornada laboral en un edificio de oficinas de Madrid parecido al mío. ¿Tiene sentido vivir así de la caridad? No lo tengo muy claro.
Hace años tuve la suerte de asistir a una charla sobre liderazgo que nos dio una persona de Médicos sin Fronteras, de esas que se dejan su vida salvando a otras personas de morir en el mediterráneo. Fue una sesión fantástica y salí de allí admirando mucho a esa mujer que me pareció valiente, generosa y muy carismática. Pero me llamó mucho la atención que hablase todo el tiempo, casi exclusivamente, del vínculo sentimental tan fuerte que había forjado con sus compañeros de la organización (y otras organizaciones) y de lo importante que era lo que ellos estaba haciendo allí. Contó mil y una anécdotas de lo que habían pasado juntos, pero ni una sola vez se refirió a los rescatados más que en términos de cifras o de datos estadísticos.
Independientemente de mis propios prejuicios, soy consciente de que la generosidad es algo fundamental para sentirnos (y sentir a los demás) como humanos. A todos los niveles, además. Recuerdo que viviendo en Holanda me sentía muy mal cada vez que iba a cenar con amigos y cada uno de ellos pagaba exactamente aquello que habían comido. Reconozco que me resulta gratificante escuchar elogios sobre la sanidad pública porque siento que formo parte de ello. Y me resulta mucho más gratificante todavía escuchar a esos médicos cubanos que viajaron a Italia para ayudar a sus colegas en plena crisis. Un periodista les preguntó que por qué hacían eso, sin que hiciese falta completar la frase con un implícito “a cambio de nada”, y ellos contestaron con algo que deberíamos memorizar todas las mañanas: porque la solidaridad no es dar lo que te sobra sino compartir lo que tienes.
Con eso me quedo. Más generosidad y menos limosna. Más solidaridad y menos caridad. Decía Eduardo Galeano que la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo.
Pues eso.
Charity shop window – A Girl Called Eddy (2020)
0 comentarios:
Publicar un comentario