Modern Nature.
La primera vez que escuché hablar de la hipótesis de Gaia fue hace ya bastantes años. Alguien me pasó un artículo sobre un químico inglés llamado James Lovelock y y me pareció muy sugestiva esa forma de entender el funcionamiento del planeta tierra. Me alejé un poco de esa misma idea al adentrarme en algunas consideraciones técnicas, y sobre todo al toparme con la marabunta de derivadas políticas, reflexiones pseudo-ambientalistas y profecías apocalípticas que dejaba a su paso, pero la idea central me sigue pareciendo muy interesante.
De forma resumida, la hipótesis de Gaia considera al planeta Tierra como un equilibrio orgánico que responde como tal; es decir, que responde como un ser “ser vivo”. La Tierra se adapta, evoluciona, se protege y hace lo que tenga que hacer para mantenerse “viva”. En principio no es descabellado pensar así porque ese es uno de los pilares sobre los que se construye la química (que es una de las ciencias que explican la vida). Los equilibrios naturales reaccionan siempre intentando conservar el mismo estado que tenían, y se adaptan a su estado de menor coste energético si se les fuerza a salir de él. A partir de esa idea, hay quien relaciona las catástrofes climatológicas como respuestas naturales del planeta frente a la acción del hombre; del mismo modo, la aparición de plagas o pandemias (como la me tiene escribiendo esto) sería la respuesta natural al efecto agresivo de la superpoblación.
Asusta pensarlo de ese modo, y mucho más en la actual situación, pero aunque todo parezca encajar como un puzle sideral, hay que ser sensato y recordar que estamos bailando en esa zona difusa que separa el rigor científico de la literatura de ficción. Todas estas proyecciones y teorías, por muy cinematográficas que sean, hay que tomarlas con un exquisito sentido de la prudencia. Ahora bien, sería bueno aprovechar la ocasión para, al menos, colocarnos delante del espejo.
El planeta Tierra es un sistema finito con un número finito de recursos. Eso es así y no admite discusión. Si la población humana crece de forma exponencial y el consumo de recursos que necesita cada uno de esos miembros crece en la misma proporción, parece evidente que en algún momento alcanzaremos un punto en el que será imposible mantener la realidad que conocemos. No es una leyenda apocalíptica, ni un reproche progre. Son matemáticas. Podemos especular sobre lo cerca o lejos que estamos ahora mismo de ese punto de no retorno, pero sería absurdo cuestionar que ese punto está ahí.
¿Somos conscientes del dilema? Me temo que no. Por resumirlo en un único dato, el consumo de energía de cada ser humano del Planeta ha aumentado al doble en apenas 30 años (de 1984 a 2014; son datos del Banco Mundial). ¡Es el doble! Es decir, no es que seamos más, es que encima necesitamos cada vez más porque somos más caprichosos (y más depredadores). Estamos evolucionando al revés. ¿Se lo está planteando alguien en estos términos (y con alguien me refiero a estados, administraciones, foros económicos, empresas, sindicatos, corrientes políticas y demás agentes con un papel relevante en la dirección que toma la humanidad)? Me temo que no. Por mucho que todos estos mismos agentes digan que sí. Es difícil hacer estas reflexiones desde un yate amarrado en Porto Cervo o en la mesa redonda de un congreso al que has acudido en primera clase. Es difícil renunciar a estar bien y todos, más allá de una reflexión de sobremesa con un orujo de hiervas en la mano o de una limosna ética de vez en cuando, estamos nadando en esta especie de huida hacia delante que supone el modo de vida occidental (más, más, más… yo, yo, yo).
Aparte de informes catastrofistas en foros internacionales tan útiles como este blog, las únicas reflexiones serias que yo he visto al respecto de este tema han llegado siempre por el lado de la ficción. Hace pocos años vi por ejemplo una serie británica llamada Utopia (alerta: spoiler) que trataba sobre una extraña sociedad secreta que desarrollaba una especie de virus que servía para esterilizar a un porcentaje suficiente de población y así salvar el planeta. El dilema estaba ahí: ¿eran malos los malos? Pero había otro dilema, mucho más interesante, que aparece siempre implícito a cualquier solución magistral: ¿Por qué el inventor de la solución no se la aplica a sí mismo?
Otra serie en la que he pensado mucho estos días es una que me impactó cuando era pequeño; una que es también una película, y que tiene como origen una novela de ciencia ficción (escrita por William F. Nolan y George Clayton Johnson) llamada La Fuga de Logan. La trama plantea una distopía postapocalíptica en la que una ciudad vive aislada en una especie de autarquía que se autorregula y donde los seres humanos no pueden vivir más de 21 años. Esa es la forma que tienen para que los recursos se regeneren a una velocidad compatible con la subsistencia. Todo es muy lógico y cerebral hasta que se introduce en la ecuación el hecho de que las personas, que también son equilibrios orgánicos, quieren vivir más de 21 años. Para evitar este “inconveniente” los que han diseñado el sistema, que son los miembros del consejo de gobierno, se han inventado un cuento basado en la fe y han convencido a la población de que lo que les ocurre a los 21 años en esa ceremonia religiosa a la que llaman el carrusel no es su muerte por efecto de un gas letal, sino que se van a vivir a un sitio mucho mejor. La gracia de todo el asunto es que, como era de esperar, todos los miembros del consejo de gobierno tienen más de 21 años. Otra vez, el inventor de la solución se la aplica sólo a los demás.
No es fácil encontrar una salida porque seguramente no exista una que sea perfecta. Siempre existirá una contrapartida que nadie querrá asumir. Así que es evidente que la solución, o lo que sea, tendrá que ser lo menos dañina posible y que el daño se reparta de forma sensata. Es decir, no podrá basarse en datos matemáticos que recomienden prescindir de un sector vulnerable, ni atender al corazoncito egoísta de la mal entendida libertad individual. Aprender a vivir con menos es aprender a vivir más, pero eso, de nuevo, aplica para todos. La solución no puede pasar porque el común de los mortales se apriete el cinturón para que el consejo de gobierno tenga más y viva mejor. Justo antes de todo esto el sistema nos había llevado a una situación en la que la riqueza estaba concentrada cada vez en menos gente. ¿En eso vamos a basar la solución? Pues no. O jugamos todos, o rompemos la baraja.
Modern Nature – Sondre Lerche (2001)
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