Surf's Up
Acabo de leer que un tercio de la población mundial (¡mundial!) está ahora mismo encerrada en sus casas. Eso es mucha gente. Eso es mucha gente viviendo en un universo en el que no se puede hacer deporte, socializar, pasear por la calle, o cualquier otra actividad que necesite traspasar el umbral de la puerta. Eso es mucha gente que no sólo necesita entretenerse y pasar el tiempo, sino que también necesita trabajar, formarse, informarse o simplemente comunicarse con los demás. En pleno siglo XXI, todo esto nos lleva indefectiblemente a la red de redes.
Por muy buen momento que sea para desempolvar la caja de Juegos Reunidos Geiper o esa colección de los Episodios Nacionales que tenemos en una esquina de casa y a la que nunca vemos el momento de hincarle el diente (que lo es, y lo digo sin ápice de ironía) es inevitable vivir en la realidad. Y más todavía en unas circunstancias tan excepcionales que puede que no lo sean tanto en el futuro, cuando todo esté, todo el rato, conectado a la misma red. La duda que me surge ahora mismo es si estamos preparados para ello.
Hace un par de días escuché que habían solicitado a Netflix, Amazon y demás proveedores de servicios de streaming que bajasen la calidad de sus transmisiones porque la red había pasado el punto de saturación controlada. Entiendo que el foco informativo esté ahora mismo en otro sitio y es normal que una noticia así haya pasado prácticamente desapercibida a todos los niveles, pero me parece interesante reflexionar sobre el hecho de que la red, a nivel mundial, pueda estar cerca de colapsar en un escenario como este, que no deja de ser una especie de simulación de ese lugar al que queremos ir.
Pero más que un tema de infraestructuras (porque es probable que lo anterior se reduzca básicamente a eso) me resulta más inquietante reflexionar sobre si estamos preparados como sociedad desde un punto de vista cultural, ético o anímico. Si las administraciones asumen un fenómeno así como un reto social o como una simple vía de negocio (otra) que se puede dejar en manos de los sospechosos habituales. Y no me refiero a nivel mundial, que para mí es un concepto lejano, abstracto y engañoso, sino a nivel local. Me da igual si están preparados en Silicon Valley, en Cambridge, en Reikiavik o en Tokyo. Quiero saber si lo estamos aquí, en Madrid, en Miranda de Ebro y en Bollullos de la Mitación; en el suroeste de Europa; en esta sociedad cercana que es en la que vivo y a la que pertenezco.
Llevo varios años observando que en todas las presentaciones grandilocuentes que las grandes empresas españolas hacen de cara al exterior (es decir, para sus accionistas) aparece siempre un epígrafe dedicado a la digitalización. Como tantas otras cosas, mi sensación es que eso responde más a una necesidad de aparentar estar al día que a una situación real. Son epígrafes que más allá de un diseño sumamente atractivo, y de un uso realmente prodigioso de las palabras, lo que llevan detrás es poco (o nada). Sé que la gente que se dedica a estas cosas me lo cuestionará, pero la realidad es la que es. Seguimos teniendo que pagar con dinero físico en los parkings y en muchos establecimientos (los taxis, por ejemplo, sólo se lo tomaron en serio cuando tuvieron su particular apocalipsis); seguimos teniendo que acudir a la administración para renovar cualquier estupidez; seguimos teniendo que rellenar a mano la matrícula del instituto o del dentista, y repetir, una y otra vez, los mismos datos de siempre en los mismos sitios de siempre; seguimos teniendo que acudir físicamente, todos los días, a una zona concreta en la que nuestro jefe pueda vernos (especialmente si queremos conservar la reputación de trabajadores responsables); tenemos que llevar el DNI (y otros mil doscientos carnés) en la cartera; seguimos viendo los juzgados repletos de montañas de papeles; tenemos que hacer una cola kilométrica para apuntarnos a un curso del polideportivo municipal (o bueno, tenemos que seguir haciendo colas para todo); y así podría seguir hasta la extenuación. ¿Está la administración española preparada para manejar de forma inteligente (y digital) todos los datos médicos de una supuesta prueba masiva del Covid-19?
Gracias a esto del confinamiento mi jefe ha descubierto el teletrabajo (algo que muchos directivos entienden como menor, o negativo, o reservado para gente sin responsabilidad). De esa manera ha descubierto también las aplicaciones para comunicación telemática que teníamos instaladas desde hacía años. Es un alto directivo de una compañía importante, pero en esto no destaca respecto a sus compañeros del Top 50. En una sociedad jerarquizada y presencialista como la nuestra, eso significa que poca gente de sus numerosos subalternos (“equipos” queda más fino) va a utilizar unas herramientas que ellos mismos no utilizan. Ahora no le ha quedado más remedio que usarlas, pero las comunicaciones no fueron muy bien en la primera reunión que tuvimos. Se puso nervioso y echo la culpa a "esas moderneces que no valen para nada”, pero después de invocar a todas las criaturas del averno, y de hacerlo en términos muy poco edificantes, descubrió que el problema lo tenía solamente él; era el único que no escuchaba y el único al que no se le escuchaba. Como nunca lo había usado antes, descubrió en ese momento que su conexión a Internet, que tenía contratada la más barata y cutre del mercado, no funcionaba bien en una casa con tres niños y una señora que la estaban usando a la vez.
Más allá del peculiar concepto de austeridad de mi jefe, esa es ahora mismo la realidad de un montón de hogares españoles. Esa y otras parecidas. Conozco casas que sólo tienen un ordenador (y no precisamente actualizado) que están teniendo muchos problemas para compatibilizar el trabajo de los padres y de los hijos. De un día para otro hemos pasado a una situación en la que un estudiante necesita obligatoriamente un ordenador y una conexión decente de red cuando es algo que hace quince días ni siquiera se planteaba. De hecho, lo que era obligatorio hace quince días era que los alumnos se comprasen todos los años (repito, todos los años) unos libros de texto totalmente físicos que además de absurdos (y muy malos) son ridículamente caros. ¿Digitalización? Ya. ¿De qué vale una pizarra digital si se usa exactamente igual que una de tiza? ¿De qué sirve estudiar con Ipad si lo que estás estudiando es lo mismo (y contado de la misma forma) que estudiaba mi abuelo? En esto de la educación deberíamos empezar olvidarnos del continente (u otras estupideces accesorias que sólo ayudan a alimentar el debate político) y concentrarnos un poco más en el contenido.
Pero es que contratar un buen servicio de acceso a la red seguía siendo un artículo de lujo hace quince días (y hoy, desgraciadamente, lo sigue siendo); uno que además suele llevar aparejado el impuesto revolucionario de un paquete de televisión (u otras mierdas varias) que normalmente no hacen falta. De hecho, somos uno de los países europeos con las tarifas más altas (y más peregrinas) para servicios de telecomunicaciones. No lo digo yo, lo dice la propia Unión Europea. ¿Por qué?
¿Estamos preparados? No. ¿Tiene sentido culpar a la sociedad española de su retraso digital con este panorama? Tampoco
Surf's Up - Brian Wilson/The Beach Boys (1967)
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