One fine day.
Hay una escena en la película Notting Hill (que no es original y que también ha sido copiada después), en la que se ve al apesadumbrado protagonista caminando de forma distraída por un mercadillo mientras las estaciones se van sucediendo en la pantalla. No es más que un elegante truco de guion para que el espectador tenga la impresión de que ha pasado mucho tiempo sin necesidad de consumir mucho metraje o de tirar de otros recursos técnicos, pero ayer me acordé mucho de esa escena porque me dio la sensación de estar viviendo algo parecido.
Durante las dieciocho o diecinueve horas en las que ayer estuve despierto pasé por todos los estados de ánimo posibles; por todas las temperaturas de humor, por todos los tonos de empatía y por todas las estaciones del año. Amanecí con un día gris en la ventana, pero la luz cerrada y plomiza que había al otro lado del cristal fue evolucionando a lo largo de la mañana hacia una lluvia pobre, casi inapetente, que caía sin hacer ruido, y después a una poderosa tromba de pequeñas pelotas de hielo que no dejaba sonar otra cosa. Una cortina de granizo enfurecido que nos hizo salir a todos los vecinos a la ventana para sentirnos un poco más pequeños todavía. Poco después, porque sí, apareció un sol potente y luminoso que llenó mi habitación de una luz tan fantástica que hacía difícil creer que ese mismo lugar hubiese tenido el color de la ceniza pocas horas antes.
Amanecí con la definición de amistad que la niña de nueve años que vive conmigo acababa de enviar a su profesora en forma de poesía. “La amistad es como cantar. Permanecer en el tono y practicar”, había escrito. Y esa bobada me hizo subir al cielo. Pero esa misma niña fue la que me confesó horas después, con lágrimas en los ojos y con toda la sinceridad que tenía disponible, que había momentos del día en que se sentía muy sola; que quería estar conmigo y que yo, aparentemente, no podía estar con ella. Y esa pequeña verdad me hizo descender al infierno.
No creo que un cuerpo humano como el mío esté diseñado para montarse a diario en esta especie de montaña rusa en la que se está convirtiendo esto de la reclusión. Una montaña rusa que además de tramposa es también virtual, porque hay que vivirla en la distancia; como alguien ajeno; sin contacto y sin piel; sin poder moverte de ese mismo milímetro cuadrado que no termino de conocer. En menos de un día pasé de tener una charla cariñosa con un amigo del que me había alejado últimamente, y al que había decido acercarme precisamente como consecuencia de ese espíritu mágico que surge de una situación tan excepcional, a recibir la noticia de que había fallecido el padre de otro viejo amigo. Una persona a la que hacía tiempo que no veía, pero a la que conocía bien y con la que había compartido muchos momentos buenos.
Todavía no termino de creérmelo. Es terrible sentir cada vez más cerca el aliento de esa enfermedad que hace pocos días nos parecía exótica y extranjera y que ya no lo es. Reconozco mi insolente ingenuidad cuando empecé a saber de aquello que estaba ocurriendo en una ciudad china de nombre impronunciable y que hoy nos resulta tan lejano en el tiempo. Tendemos a pensar que todas esas desgracias apocalípticas que los telediarios nos enseñan a diario son cosas que le pasan a los demás; que son exclusivas de "otros"; que de alguna manera se quedarán al otro lado de las fronteras de ese otro mundo, el nuestro, que es el único que entendemos como real; que “alguien” hará “algo” antes. Es más, reconozco que el día que me despedí de mis compañeros de oficina lo hice entre risas y chistes, con la extraña sensación de que todo era una exageración y de que algo así no podía estar pasándonos a nosotros.
Pero estaba pasando y no había hecho más que comenzar. Las noticias terribles ya no llegan a través del boletín informativo de una emisora llena de señores rabiosos. Las noticias terribles llegan ahora a través del whatsapp y las escriben los propios protagonistas. Unos protagonistas a los que además conocemos.
Ayer me enfurecí hasta extremos impropios de la sensatez cuando escuché la noticia de que el ejército se había encontrado una residencia con ancianos dejados de la mano de Dios, y que incluso tenían que convivir con sus propios compañeros fallecidos. La imagen no puede ser más terrible y descorazonadora. Pero pocas horas después me enteré también de que los trabajadores de otra residencia de ancianos (de Cádiz) habían decidido recluirse con sus pacientes al ser conscientes de que aquella gente no tenía a nadie más que a ellos. A media mañana me inundó el optimismo pensando en que finalmente parecía que la sociedad había entendido que el hecho de estar recluidos era fundamentalmente un acto de generosidad y que se estaba cumpliendo. Pero poco después escuché el caso de una señora que había estado gritándole a otra desde la ventana, con insultos y descalificaciones de primera categoría, por ir paseando por la calle con un niño de la mano. Resultó que ese niño era autista.
¿Somos ángeles o somos demonios? Seguramente ninguna de las dos cosas.
Es agotador subir y bajar de las nubes. Reír y llorar en un espacio tan corto de tiempo. Ser optimista y pesimista a la vez. Amar y odiar a las mismas personas. Convivir en todo momento con el blanco y con el negro; con el Yin y el Yang; con un gato que sigue siendo de Schrödinger incluso con la caja abierta.
Y todo eso en un único día.
One Fine Day – The Chiffons (1963)
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