Tomorrow never knows.
Ayer hice una especie de experimento absurdo. Aunque tengo la sensación de que todas las conversaciones en las que ando involucrado estos días, bien sean orgánicas o digitales, giran siempre en torno a lo mismo, creo que rara vez nos referimos específicamente a ello. Los humanos, por alguna razón, tendemos a dar vueltas retóricas sobre algo desagradable y evitamos pronunciar esa palabra concreta cuya definición encaja perfectamente con el concepto que queremos transmitir. Es como si fuese tabú o estuviese maldita. Nos pasa con enfermedades, con estados del ánimo, con catástrofes, con situaciones sentimentales y prácticamente con cualquier cosa que resulte incómoda. Mi experimento consistía en intentar detectar qué palabra era la más repetida en todas esas conversaciones que tuve ayer y esa palabra.para mi sorpresa, fue “mañana”.
Dice Joan Manuel Serrat que “mañana” no es más que un adverbio de tiempo. Y tiene razón. O así debería ser. ¿Pero lo es? No lo tengo tan claro. Me temo que nuestra realidad cercana lleva tiempo planteándolo de un modo diferente. De hecho, ni siquiera hablábamos todos de lo mismo. Para unos “mañana” es la forma de olvidarse del hoy. Para otros es la forma de llevarse el debate un sitio imaginario en el que, precisamente por ocurrir mañana, las reglas son distintas. Hay quien utiliza la palabra como sinónimo de esperanza y otros la manejan como una forma de viajar hasta ese lugar socorrido (e inútil) en el que uno se puede pasar la vida teorizando sobre lo que ocurriría si… Hay quien incluso usa la idea como un salvoconducto para construir muros de certeza sobre un suelo pavimentando en incertidumbre. Para unos “mañana” significa un día menos y para otros un día más; algunos lo ven como el final y otros lo ven como el principio.
Hace una semana, el miércoles pasado concretamente, me fui a la cama (muy) feliz. Era mi primer día recluido en casa, pero también fue el día en el que el Atlético de Madrid derrotó al Liverpool en Anfield; un partido que quedará para siempre en mi memoria y que funciona francamente bien como metáfora de estos tiempos tan confusos que nos está tocando vivir. Y no lo digo yo, que es obvio que no puedo (ni quiero) disimular mi filiación; lo dice Alessandro Bonan, periodista italiano de Il Foglio, que utilizó la hazaña colchonera como ejemplo de lo que debería hacer el pueblo italiano para salir de la crisis (se puede leer aquí en italiano). Los colchoneros éramos las personas más dichosas del planeta tierra esa noche, pero no tardaron en aparecer las voces que nos alertaban del error que estábamos comentiendo al ser felices por algo que valía tan poco. Voces que teóricamente hacían lecturas maduras y eminentemente sensatas sobre lo que acababa de ocurrir. Que si sólo era un juego; que si no se había ganado nada (porque eso, en todo caso, ocurriría mañana); que faltaba mucha competición por jugar (es decir, mañana de nuevo); que a lo mejor (mañana) cancelaban la competición y aquello no habría servido...
¿Hacerme feliz es "nada"? ¿Sólo se puede celebrar el final? ¿Sólo se puede celebrar lo que se "gana"? No lo tengo tan claro. Es más, si lo pienso bien, ese mismo planteamiento, llevado hasta sus últimas consecuencias, puede ser una trampa mortal. Con esa lógica nunca existirá algo que sea susceptible de ser celebrado con cierta legitimidad. No, porque cuando mañana se gane algo habrá que empezar a sufrir por ganar lo que todavía no se tiene (y siempre habrá algo que no se tiene). O peor, habrá que sufrir porque otros tienen más que tú y eso significa que lo tuyo no es suficiente. O peor, aun siendo el que más tiene, habrá que sufrir por no tenerlo todo.
Curiosamente (o no), esa es exactamente la forma en la que opera la economía capitalista. Así es cómo piensan sus pastores, sus creyentes y sus cuerdos seguidores. Uno no vale por lo que es sino por lo que los demás (el mercado) dicen que vale. O peor, uno vale lo que las previsiones de los demás dicen que vas a valer. El sistema se mueve entre presentimientos y conjeturas que muchas veces están construidas por el propio sistema. Las certezas son siempre cosas del pasado y por tanto inútiles. El ayer no existe y el hoy es irrelevante. Sólo cuenta ese mañana que todavía no es real (y que seguramente nunca lo será). Y por supuesto, indefectiblemente, siempre hay que crecer porque si no creces, aparentemente, te mueres. Conformarse con lo que se tiene, además de ser algo de cretinos, es un gran enemigo de la rentabilidad. Nada debe ser nunca suficiente. Y por supuesto, fundamental, que cada palo aguante su vela. Más, más, más. Yo, yo, yo.
Desconozco porque hemos construido la economía (y la sociedad) sobre una idea tan tóxica, tan enfermiza y tan poco social, pero me niego a entender mi vida (o mi afición al Atlético de Madrid, que es lo mismo) de esa manera. Me niego a que pensar en el mañana me impida disfrutar de lo que pasa hoy. Me niego a no poder ser feliz renunciando a querer más. Soy capaz de resignarme a que sean los demás (el mercado) los que determinen lo que valgo, pero me niego a permitir que sean esos mismos los que me digan de qué (y de qué no) me puedo alegrar. Y me niego igualmente a tener que vivir acobardado por la amenaza de un mañana que nadie conoce. Cuando Ryan Gosling acudió al casting de “El diario de Noah” lo hizo porque el director buscaba alguien “que no fuese guapo”. Cuando el sorteo de Champions emparejó al Atlético de Madrid con el campeón de Europa el mercado dio por hecho cómo sería el día de mañana y empezó a actuar en consecuencia. Y se equivocó, claro.
Así que no, no voy a preocuparme hoy por ese mañana que vete a saber cómo es. Decía Eduardo Galeano que existe un único lugar donde ayer y hoy se encuentran, se reconocen y se abrazan, y que ese lugar es mañana. Allí estaré si tengo que estar. Pero no antes, ni después.
Tomorrow Never Knows – The Beatles (1966)
0 comentarios:
Publicar un comentario