Día 5

jueves, 19 de marzo de 2020

Atmosphere.

Mi ventana da a un patio interior tan grande que parece que no lo es. Pero lo es. Cuatro muros de ladrillo rodeando un espacio común que, evidentemente, ha tenido días mejores. Hoy es una fotografía estática en la que sólo cambia ese trozo de cielo al que tenemos acceso y que cada día muestra un tono diferente de azul (o de gris). Hasta hace poco más de una semana no solía asomarme allí más que cuando tenía que airear la casa o bajar el toldo. Era un espacio que sabía que existía, y que me gustaba (porque es bonito), pero poco más. Me pasaba lo mismo que me pasa con esa iglesia que todo el mundo dice lo bonita que es y que yo no he visitado todavía porque, total, está ahí al lado; como ese primo que vive a siete paradas de metro y al que solo veo en bodas, bautizos y comuniones; como ese amigo de la universidad con el que tantas veces deambulé por el lado salvaje de la vida y del que hoy sólo conservo su teléfono; como ese piropo elogioso que nunca me sale soltar porque parece de mal gusto eso de elogiar a los amigos. A veces las cosas más difíciles de ver son precisamente aquellas que están más cerca.

Pero no hay mal que por bien no venga y hoy sería capaz de describir con bastante precisión ese espacio común que aparece al otro lado de mi ventana. Las jardineras, las esquinas que acumulan hojas secas, las papeleras, las flores de colores, la madera pulida, los minúsculos arbustos cuya copa redondeada está tan cuidada que parecen el pelo afro de un cantante funk de principios de los años ochenta, el pavimento de colores claros, los desagües, los bancos desgastados por el uso, el agua de azul brillante que fluye emitiendo un permanente susurro... Es bonito, pero carece de vida. Me resulta mucho más interesante observar lo que ocurre un poco más arriba, en esa secuencia continua de ventanas que antes estaban cerradas y ahora no.

Es un fenómeno curioso que puede que simplemente responda a la casualidad y que yo prefiero pensar que no es así. Me parece mucho más sugerente creer que mis vecinos han decidido expandirse por el único flanco de sus vidas por el que físicamente pueden hacerlo; abriendo la ventana y mirando al otro lado. Lo que yo veía hace siete días era una colección de persianas bajadas y de cortinas echadas. No me molestaba en ese momento, porque yo hacía lo mismo, pero pensándolo ahora me resulta una imagen sumamente hostil. Vivíamos de espaldas a un mundo que no reconocíamos. Vivíamos de espaldas a ese lugar común que, precisamente por serlo, no considerábamos nuestro. Ahora creo que es diferente. Ahora las persianas están subidas y las cortinas están abiertas. Lo sé porque las mías también lo están. Me he acostumbrado a trabajar así, sin barreras; aceptando ver y ser visto. Ahora distingo salones que no conocía, televisiones encendidas y apagadas, gente que habla, gente que lee, gente que estudia, gente que ríe y gente que no; veo niños, niñas, hombre, mujeres, cocinas humeantes, gente que barre, gente que fuma y camas sin hacer; veo habitaciones vacías, caras tristes (o alegres) y también gente que, saltándose cualquier recomendación, se abraza.

 Sigue habiendo ventanas cerradas a cal y canto, pero son minoría y curiosamente (o no) coinciden con aquellas que también están cerradas a las ocho de la tarde, durante ese rato que nos hemos reservado para aplaudir a todos los que no pueden quedarse en casa por tener que trabajar para nosotros. Imagino que detrás de esas persianas de color antracita hay personas tan normales como yo, pero que tienen miedo, o que están especialmente aturdidas con la situación, o que siguen confundiéndose de enemigo, o que se aferran a unas ideas políticas (las que sean) que resultan inútiles en un momento tan especial como éste, en el que valen lo mismo que un billete en primera clase hacia Bérgamo. Me da pena por ellos porque creo que se están perdiendo algo único, maravilloso y probablemente irrepetible. Me da pena por ellos porque, igual que yo, necesitan refrescar de vez en cuando ese circuito cerrado en el que vivimos. Porque todo circuito cerrado, sea el nuestro o el de una planta de regeneración de aminas, necesita ser purgado de vez en cuando.

La teoría física dice que un ciclo de calor y frío (por ejemplo) puede funcionar teóricamente hasta el infinito; el agua recoge el calor de la caldera y lo arroja en el resto de la casa para volver al punto de partida. La realidad dice que no es así y que es necesario purificar el agua usada cada cierto tiempo; reemplazar una pequeña parte del agua antigua con otra que sea nueva. Y a nosotros nos pasa lo mismo. Especialmente ahora, que también formamos un circuito cerrado. Necesitamos aire fresco de forma periódica. Necesitamos una atmósfera que sea capaz de renovarse por algún sitio. Y sí, podríamos conseguirlo a través de ese teléfono celular que dice ser capaz de llevarnos a todas partes, pero lo que yo encuentro últimamente ahí dentro se parece mucho a lo que ya tenía dentro de mi cabeza. Por eso subo la persiana y me voy a la ventana. Para ver televisiones encendidas y apagadas, gente que habla, gente que lee, gente que estudia, gente que ríe y gente que no; veo niños, niñas, hombre, mujeres, cocinas humeantes, gente que barre, gente que fuma y camas sin hacer; veo habitaciones vacías, caras tristes (o alegres) y también gente que, saltándose cualquier recomendación, se abraza.


Atmosphere – Velvet Crush (1994) 
 

0 comentarios:

Publicar un comentario