Death of Democracy.
¿Qué es liderar? ¿Qué es mandar? ¿Qué es ser jefe? ¿Qué hace falta para serlo? ¿Quién debería definirlo? ¿Puede ser cualquiera? ¿Quién lo decide? ¿Dónde ponemos la línea de separación?
La teoría política que los griegos llamaron democracia tenía como objetivo quitar el poder a los reyes (u oligopolios) y dárselo a los ciudadanos. Ni un pero a eso. En más de veinte siglos de civilización no he visto otra idea que me convenza más. Ahora bien, ¿qué significa eso de que el poder lo tengan los ciudadanos? ¿Cómo se hace? ¿Lo tienen? Platón era muy crítico con esa idea de democracia que tenían sus compatriotas. La mitad de los ideólogos que hoy calientan tertulias y rellenan columnas de periódicos dirían que Platón era un “facha”, y ahí se acabaría el debate, pero a mí, que no tengo las cosas tan claras, me interesa darle una vuelta a sus argumentos.
Platón decía ser reacio a aplicar una utopía que se basara en la idea de que cualquiera, sin importar sus capacidades personales, pudiera tener la responsabilidad de dirigir el Estado. Él pensaba que la idea de gobernar requería preparación y virtud y que al actuar de una forma tan poco selectiva se podía llegar a una situación en la que el gobierno fuese elegido por una masa manipulada e ignorante; que una minoría de políticos demagogos se aprovechara de la ingenuidad y la falta de preparación de la mayoría. Evidentemente estaba hablando de la sociedad ateniense, anterior a Cristo, y en la que mujeres o esclavos no formaban parte del grupo con derecho a voto, pero incluso así, a mí, no me suena tan alejado de lo que veo todos los días.
Platón calificaba de demagogos a los dirigentes democráticos (políticos). Para él eran personas especializadas en el halago y el engaño, que rebatían los argumentos del adversario sin considerar sus cualidades personales. Gente fundamentalmente cínica (o de convicciones poco sólidas) que no fundamentaba su poder en su capacidad sino en una oratoria atractiva, seductora y envolvente. Sinceramente, se parece tanto a lo que conozco que asusta pensarlo.
El problema de las ideas de Platón, para mí, no está el diagnóstico, que lo clava, sino en el remedio que proponía. Él abogaba por una aristocracia (el gobierno de los mejores) compuesta exclusivamente por personas con capacidad, virtud, saber y méritos para gobernar. ¿Pero quiénes son estos? ¿Quién los elige? Ese es el problema. Estamos en el mismo sitio. ¿Quién vigila al vigilante? ¿Quién podría impedir que el sistema se convirtiese en un coto privado de las clases más privilegiadas (que al fin y al cabo es lo que era Platón)?
Seguramente no exista una solución perfecta, pero actualmente estamos en una situación que no solo dista mucho de serlo sino que seguramente ha elegido lo peor de cada casa. Y lo triste es que no creo que fuese difícil acercarnos un poco más al equilibrio si cada uno estuviese en el puesto que le corresponde y se limitase a hacer lo que mejor sabe hacer.
Llevo veinte años involucrado en proyectos industriales de diferente naturaleza y he podido hacerme una idea de cómo funcionan los Ministerios por dentro. Existen una serie de leyes, más o menos claras, que son a las que debe ceñirse cualquier iniciativa. Los ingenieros diseñan con esos criterios y los técnicos del Ministerio (gente bastante competente, en general, y que ha tenido que probar su valía para estar ahí) se encargan de comprobar que es así. A veces surgen problemas o discrepancias, pero todas ellas se dirimen con criterios técnicos y científicos. Hasta ahí todo bien. El problema surge al dar el siguiente paso en el camino de la aprobación (o no), que puede durar siglos, y que es cuando desaparece la lógica y entran los criterios peregrinos. ¿Por qué? Pues porque desde el jefe de los técnicos hasta el señor Ministro (o señora Ministra) hay varios niveles de cargos políticos (cada vez más) que están ocupados por personas cuyo mérito tiene poco que ver con la capacidad o el desempeño y mucho con la habilidad para obedecer doctrinas. Desgraciadamente estamos comprobando estos días las consecuencias de tener tanta distancia entre la persona que sabe lo que hay que hacer y la que tiene que decidir hacerlo.
No estoy defendiendo una tecnocracia, porque soy muy consciente de que el mejor gestor de un departamento de programadores no suele ser el que mejor programa, pero es obvio que el mejor gestor de un departamento de programadores será alguien que sepa lo que es programar y que al menos tenga la habilidad (o la personalidad) de saber escoger a los mejores y no a los que mejor le piropean, o los que son de su equipo, o los que le dicen lo que quiere oír. Hay que ser verdaderamente cenutrio para no darse cuenta de que no todo es política (barata) ni ideología. Hay que ser imbécil para elegir por votación popular a la persona que te va a operar del cerebro.
Pero tenemos lo que tenemos y cuando todos los líderes (y sus papagayos) deberían ser conscientes de la situación, de que estamos en el mismo barco y de que es mejor remar en la misma dirección, resulta que la clac de unos y de otros prefiere seguir lanzándose aceite hirviendo sin dejar de mirarse el ombligo. Mientras unos se dedican a criticar despiadadamente el hospital de campaña que se ha levantado en IFEMA los otros se dedican a intentar demostrar que el origen del Apocalipsis está en la manifestación feminista del 19 de marzo. Unos y otros, a mí, ahora mismo, me sobran. Son un dolor de muelas en un momento en el que lo que necesito es medicina. Una rémora. Un peso muerto. Me sobran y no les quiero. Es más, ni siquiera creo que todo eso tenga que ver con ideas del pensamiento o con política. Son hooligans y me importa poco lo que puedan decir. A mí me interesa la gente que hace cosas. La gente que piensa tratando de ahuyentar sus propios prejuicios. La gente que es capaz de reconocer que se equivoca y aprender de ello. La gente que es capaz de legitimar al adversario. La gente que tiene más contenido que continente. El resto, por mí, que se cuezan en su propio jugo.
Death of Democracy – Kula Shaker (2016)
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