Día 29

domingo, 12 de abril de 2020

Everything flows.

Me explicaron una vez que cualquier cuento se reduce siempre a una frase muy sencilla: a alguien le pasa “algo” y eso hace que vea el mundo de forma diferente a partir de ese momento. Parecería lógico pensar que en este cuento del Covid-19 que nos ha tocado vivir ese “algo" es precisamente la aparición del dichoso virus, pero no creo que sea tan sencillo. No, porque el cuento del Covid-19 es en realidad la superposición de miles y miles de cuentos, algunos alegres y muchos tristes, en los que, desgraciadamente, cada uno tiene su propio “algo” particular.

Confieso que en el transcurso de estos últimos días he perdido ese optimismo que irradiaba durante las primeras horas. Esa fe en el colectivo. Esa sensación de que la vida cambiaría para mejor y de que entenderíamos como sociedad la necesidad de vivir de una forma más humana; que nos olvidaríamos de los callejones oscuros (y estupefacientes) del capitalismo para centrarnos un poco mejor en lo que verdaderamente es esencial; que intentaríamos estar más juntos ahora que estábamos obligados a vivir separados; que controlaríamos mejor enfermedades como la soberbia, la envidia o el egoísmo que nos habían llevado hasta el lugar en el que estábamos. En definitiva, que nos haríamos mejores personas.

No creo que vaya a suceder nada de eso. No lo sé (nadie lo sabe), pero no lo creo. Mi inocencia primigenia intuía que un hecho tan radical como que la inmensa mayoría de la gente tuviese que estar encerrada en su casa por un cuestión de vida o muerte era motivo suficiente para que todos los que pasásemos por ello lo hiciésemos desde una perspectiva común. No tengo tan claro que eso sea así. Ni siquiera creo que todos coincidamos en la razón por la que estamos en casa y en lo que eso significa. Mientras uno echa de menos a ese familiar del que ni siquiera a podido despedirse, otro está pensando en la forma de escaparse para irse de fiesta. Mientras uno elucubra sobre el sexo de los ángeles desde la tranquilidad de una nómina que llega todos los meses, otro se rompe la cabeza ante la perspectiva de un nuevo mes sin ingresos. Y seguramente todos tengan su parte de razón.

La sensación que tengo ahora mismo, mirando desde esta minúscula ventana que abrí hace un mes, es que todo ha vuelto al lugar en el que estaba. Que nunca se ha marchado de ahí, en realidad. Me temo que nada, ni nadie, ha cambiado de forma activa o voluntaria, sino que, como mucho, nos hemos adaptado a una situación que nos ha venido forzada. Es decir, hemos intentando replicar el viejo mundo en el nuevo sin que los cambios se notaran demasiado. Es aventurado sacar conclusiones tan categóricas y es poco razonable estimar ahora lo que pueda ocurrir mañana, pero es que yo no estoy hablando de lo que pueda pasar mañana sino de lo que está pasando hoy.

Nos hemos acostumbrado. Así de simple. Y no, no somos el colectivo dinámico y cargado de ilusión que parecíamos al principio cuando salíamos al balcón a cantar y nos tirábamos besos. Somos un conjunto de personalidades laminadas durante años de rodillo, que conforma una sociedad recelosa y extremadamente conservadora, temerosa de los cambios y demasiado pendiente (y dependiente) de los que van marcando el camino. Pasado el caos inicial, en la televisión salen los mismos de siempre, haciendo lo mismo de siempre y diciendo lo mismo de siempre. En la radio ocurre exactamente lo mismo. Y en los periódicos. Y en las tertulias. Y en los foros de whatsapp. No ha surgido nada nuevo. Ni una sola figura relevante que antes no estuviese. Los políticos también son los mismos y vuelven a discutir por lo mismo de siempre, de la misma forma de siempre. Ninguno hace algo mal (o bien, según los casos). Tampoco parece que por ese lado haya sitio para nuevas voces, nuevas ideas o nuevos modos. Los votantes que antes replicaban a sus representantes desde la barra del bar lo hacen ahora desde el teclado del teléfono. En el fondo, nada ha cambiado. Los profundísimos artistas que ahora nos alegran desde un precioso salón son los mismos que ya nos alegraban desde grandes recintos. Curiosamente, siguen estando igual de lejos. El resto de artistas siguen sin existir. El vecino de la guitarrita sigue siendo el vecino de la guitarrita y lo seguirá siendo por mucho tiempo. Escritores, bancos, actores, empresarios, profesores, futbolistas… todos son los mismos diciendo exactamente lo mismo.

Durante los primeros días de confinamiento me dediqué a llamar a mucha gente. Quería saber cómo estaban porque era eso lo que me pedía el cuerpo. Al otro lado de la línea había gente con la que hacía siglos que no hablaba e incluso llamé a personas con las que oficialmente estaba enfadado. Me hizo sentir bien. Mejor persona, incluso. Lo seguí haciendo hasta que un día me di cuenta de que nadie de ese mismo colectivo me había llamado a mí en todo ese tiempo. Y dejé de hacerlo. Y no me siento orgulloso de ello, porque el espíritu no era ese, pero es que no me sale hacer otra cosa.

La primera entrada de este blog pasó de las mil lecturas. La segunda tuvo incluso más. Me puse muy contento y con toda la ingenuidad del mundo volví a creer en algo en lo que hacía mucho tiempo que no creía. Hace quince días que las lecturas no llegan ni a diez. Y la alegría se ha ido, lógicamente. Y ya no creo en eso que creí durante un rato. Y sí, sé que debería darme igual, pero es que no puedo.

Todo fluye, nada permanece, que diría Heráclito de Éfeso.


Everything Flows - Teenage Fanclub (1990)

 

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