Día 26

jueves, 9 de abril de 2020

The end of faith.

La portada del diario El Mundo de ayer fue una fotografía del Palacio de Hielo convertido en improvisada Morgue. Docenas de ataúdes se agrupaban de forma regular, casi militar, en una sala fría y desolada. Era seguramente la primera vez desde que comenzó la crisis del Covid-19 que un medio importante mostraba de una forma tan gráfica (y tan cruda) algo que por otro lado sabíamos que estaba sucediendo.

La portada ha generado una agria polémica entre profesionales y no profesionales de los medios de comunicación (aunque reconozco que cada vez me cuesta más distinguir a unos de otros). El debate es muy interesante desde cualquier punto de vista, pero desgraciadamente, como tantas otras veces, ha terminado reduciéndose al único punto de vista que no me interesa en absoluto: la militancia política irracional. Los más críticos con esa “desfachatez” y falta de “escrúpulos” han sido precisamente los mismos que hace cuatro días justificaban como absolutamente necesario la publicación de escenas terribles tras los atentados del 11-M (tragedia gestionada “casualmente” por un gobierno de distinto color). Huelga decir que los más ardientes defensores de la decisión de El Mundo han sido precisamente los mismos que en aquella ocasión se quejaron amargamente de la “desfachatez” y falta de “escrúpulos” de los que habían decidido publicar aquello.

No me interesa nada (cada vez menos), esa pelea de hooligans que se reproduce todos los días en los mismos términos en torno a casi cualquier estupidez. No sólo me aburre hasta la extenuación sino que me resulta inútil. Mis ideas políticas, que las tengo, y muy marcadas, no se ven reflejadas normalmente en esa reyerta de navajeros. Pero sí me interesa (y mucho) el dilema de fondo; la reflexión que hay detrás de todo esto. Me interesa mucho porque, a diferencia de los protagonistas de la actualidad, de la gente que sale en las tertulias o de la mayoría de tuiteros, yo no lo tengo tan claro.

De hecho yo mismo tengo que enfrentarme con esa disyuntiva todos los días. No sé cómo actuar de cara al exterior. No sé si es mejor sonreír y tratar que otros sonrían, o guardarme los chistes por respeto al dolor de los que lo están pasándolo mal. Nunca tengo claro si debo hacer un comentario presuntamente gracioso, o simplemente optimista, en un foro en el que puede que exista alguien verdaderamente afectado. Pero a la vez soy muy consciente de lo insano que es estar permanentemente chapoteando en la negatividad y bajo este manto de pesimismo que todo lo invade. ¿Dónde está el punto medio? ¿Dónde se encuentra esa virtud que defendía Aristóteles? ¿Hasta qué punto es bueno enfocar la vista en un mundo diferente al que nos está tocando vivir, aunque sea como simple terapia de alivio? ¿Hasta qué punto es enfermizo regodearse constantemente en esa cruel realidad, que no por real deja de ser cruel?

No tengo la respuesta y seguramente nadie la tenga. En mi caso reconozco que va por días y depende de las circunstancias. Hay veces que veo a un gracioso haciendo un chiste viral y me entra una risa incontenible, pero otras veces, y casi por las mismas razones, ese mismo gracioso me parece un imbécil. Es decir, el problema, si es que hay alguno, está en mi cabeza y no en la del tipo gracioso.

Salir al escenario, a cualquiera, es muy difícil. Una vez que lo pruebas se entiende mucho mejor la diferencia entre crítica y reproche. Pero si salir al escenario es complicado, lo es mucho más gustar a una audiencia heterogénea y compuesta por voluntades muy diferentes. En estas circunstancias particulares de hoy, cuando las voluntades no es que sean diferentes sino que además están a flor de piel, acertar de forma unánime es técnicamente imposible. Nunca, jamás, habrá algo que guste a todo el mundo.

Así que llegado a este punto me quedo con lo pasaba en el fútbol cuando un defensor tocaba el balón con la mano dentro del área. El árbitro no juzgaba el hecho (tocar el balón con la mano) sino la intención (¿quería tocar el balón con la mano?). Evidentemente es una solución muy subjetiva (y muy difícil de demostrar), pero es la más justa que encuentro. Soy consciente de que tiene mucho peligro eso de juzgar voluntades, y sé que es muy fácil equivocarse, pero no se me ocurre otra forma mejor de intentar ser justo.

Entiendo que el gracioso, con su mejor voluntad, pretenda hacerme reír y así lo entenderé; por mucho que a mí no me haga gracia, o que lo que me pida el cuerpo sea ponerme a llorar. Entiendo que alguien, de buena fe y para no perder la perspectiva, quiera hacerme ver lo que está pasando en lugar de seguir alimentando una fantasía inofensiva en el que todo es sencillo y que es en la que a mí me apetece estar. Lo que no entiendo, ni entenderé, es que la voluntad responda a oscuros intereses personales. Que la motivación sea la de defender a “los míos” o la de destrozar a “los otros”. Que el objetivo sea hacer daño.

Es decir, lo que no entiendo (ni entenderé) es la mala fe.


The end of faith - The Pernice Brothers (2010)

 

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