Día 3

martes, 17 de marzo de 2020

The sound of fear.

Ayer me levanté de la cama como si un aplicado duende hubiese estado toda la noche metiendo bolitas de serrín debajo de mis párpados. No era una sensación nueva, porque desgraciadamente mis corneas, como mi orgullo, suelen inflamarse de vez en cuando sin razón aparente, pero pensé que aquello era (claramente) un síntoma de ese virus que nos tiene encerrados en casa. Y me asusté, claro.

El miedo es gratuito, irresponsable y muchas veces no se corresponde con una secuencia lógica o determinística, de esas en las que cualquier efecto tiene su causa. Lo sé; igual que sé que el miedo, sensato o no, es siempre aterrador. La parte racional de mi mente, esa que lleva años entrenándose en el jugo de las ciencias puras, me decía que aquello que pasaba por mi cabeza no tenía base lógica alguna; la otra parte, esa en la que mi forma de pensar se asemeja más a la de un pastor pentecostal de las llanuras de Iowa que curan el mal de ojo con plegarias y veneno de serpiente, decía que me tomase la temperatura.

El entorno no ayuda mucho tampoco. Vivimos en la era de la sobreexposición informativa y eso no sé si es bueno o es malo. Llevamos varios días en los que todo ese nutrido arsenal de información que nos llega desde todos los flancos se comporta como un reel irlandés; una secuencia infinita de compases musicales, repetidos una y otra vez a toda velocidad, en los que se introduce un pequeño matiz en cada vuelta haciendo que todo vuelva a ser distinto. Si ayer hubiese mirando en algún lugar de la extensa colección que existe de: “recomendaciones a seguir durante la crisis”, “diez cosas importantes que deberías conocer”, o “cómo actuar en caso de”, estoy seguro de que en algún lugar hubiese encontrado que los ojos rojos y secos, junto a una molesta sensación de picor, resulta ser uno de los síntomas más evidentes.

No lo hice, pero hice algo mucho peor: salir a la calle. No por una necesidad real, sino por esa especie de adicción irracional que tengo a tomar pan del día. El panorama resultó desolador. Me sentía como Juan Salvo caminando por las calles de Buenos Aires en El Eternauta. Solamente faltaba la nieve luminiscente y la silueta de algún cascarudo para creerme que estaba a punto de llegar a la Avenida General Paz y tener que participar en la batalla definitiva contra el mal. Un extraño zumbido, constante y sereno, había ocupado el lugar que antes ocupaba el ruido que produce una ciudad viva. Era como una brisa que vibraba en lugar de moverse. No había gritos, ni derrapes, ni conversaciones, ni risas, ni reproches. No encontré una sola persona a tiro de vista.

Pero sí me cruce con una al girar la primera esquina. Era un tipo joven, al menos más joven que yo, que llevaba la barba cuidada y las manos metidas en los bolsillos. Nuestras trayectorias estaban trazadas sobre dos líneas paralelas que estaban lo suficientemente separadas como para no tener que preocuparnos por esos dos metros de rigor, pero sé que los dos hicimos el cálculo mental. ¿Por qué? Pues porque en ese momento éramos el enemigo. Al cruzarnos, avergonzados seguramente por ese miedo estúpido y cruel que nos transformaba en animales, decidimos agachar la cabeza para evitar que nuestras miradas se cruzasen. Lo hicimos los dos, claro. Como si ninguno estuviésemos allí. Me dio mucha vergüenza.

Al entrar en casa me sentí como un ingeniero volviendo de la planta de Chernobyl. Me picaba y me dolía todo. Me fui a twitter intentando desviar la atención en algo distinto y me topé con una cuenta que sube fotos antiguas de Béisbol. Y bendito sea el juego de pelota. Por alguna razón eso hizo que me acordase de una escena de Moneyball y la parte racional de mi cerebro volvió encender ese cartel que dice que no se puede vivir con miedo, y que nunca debería tener apagado. La escena es muy conocida y hace referencia a un caso real. Jeremy Brown, cátcher de 110 kg de los Athletics de Oakland, era un jugador defensivo que, consciente de su peso y de su cuerpo, no solía correr más allá de la primera base cada vez que acertaba a batear. Un día golpeó más fuerte de lo normal y la inercia le hizo pasarse esa primera base en la que se sentía seguro; pero el miedo le hizo recular y tirarse al suelo para volver arrastrándosea ella. El miedo fue también lo que le impidió darse cuenta de que había golpeado tan fuerte a la pelota que la había sacado del campo. Es decir, había hecho jonrón (así lo escriben los hermanos latinos), y podía caminar por encima de todas las bases sin prisa, antes de anotarse una carrera. La escena es emocionante y clarificadora, y se puede ver aquí.

Así que cambie de actitud, de cara y de disfraz. Los ojos ya no molestaban tanto; o sí, pero empecé a creer que no. Intenté concienciarme de que es más fácil recibir respuestas agradables cuando tus preguntas también lo son; que es más fácil vivir en un entorno positivo cuando tú tambien intentas que lo sea. Y sí, sé que es mucho más fácil de decir que de hacer, pero había que intentarlo. Entre otras cosas porque no tengo algo mejor que hacer.

Decía Aldous Huxley que “el amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”. Aldous Huxley tenía en los ojos algo más que blefaritis, que es lo que tengo yo, pero es que además sabía lo que decía.


 The sound of fear – Eels (2000)


 

2 comentarios:

Francis de las rayas colchoneras dijo...

Gracias. Sigue siendo un placer leer tanta racionalidad en un tiempo tan iluminadamente oscuro.

Ennio Sotanaz dijo...

Muchas gracias a ti.

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