Día 17

martes, 31 de marzo de 2020

Charity shop window.

Mi abuela vivía en la calle Tiziano de Madrid cuando aquello era un callejón sin salida flanqueado por casas de corrala. En la esquina de aquella calle con Bravo Murillo había una parroquia (creo que se llamaba de San Antonio) cuya majestuosidad contrastaba con el entorno. Un día, paseando con mi abuela por delante de aquel lugar (no recuerdo por qué), en la escalinata de cemento gris que decoraba la entrada, ocurrió algo que seguramente cambió mi forma de entender la vida.

No sé qué edad tenía, pero era tan pequeño que ni me acuerdo los años que podía tener. Debía ser domingo, o puede que se celebrara alguna boda, porque la gente que estaba en la entrada iba vestida con un concepto de la elegancia que no era el habitual. En la parte más alta de la escalinata, junto a la puerta principal, había una señora sentada en el suelo. Tenía la cara sucia y un pañuelo en la cabeza. El resto de su ropa parecían retales anudados sin criterio estético, con el único objetivo de tapar el cuerpo. Junto a ella había un niño que debía ser de mi edad y que estaba todavía más sucio que su madre (si es que era su madre). Llevaba pantalones cortos y eso dejaba ver una costra negra en sus rodillas. Debajo de su nariz había restos secos de algo de cuyo nombre no quiero acordarme. Tenía una mirada extraña, adulta e intimidante, de esas que parecen haberlo visto todo en la vida. A pocos metros de aquel niño había otros dos chicos que también debían ser de mi edad. Estaban muy bien vestidos y muy bien peinados (mucho mejor que yo) y jugaban a intentar pillarse el uno al otro. Sonreían a carcajadas. Agotados de correr en círculos, uno de ellos paró para tirar de la chaqueta a un señor que debía ser su padre y al que le dijo algo en el oído que yo no puede escuchar. El señor metió su mano en el bolsillo y sin mirarle a la cara o perder la conversación, le dio un puñado de monedas al muchacho. El niño sujetó las monedas en su mano y caminó junto a su amigo hacia la señora que tenía la cara sucia. Sin traspasar la zona de seguridad, a una distancia prudencial, como si aquella señora y aquel chico fuesen peligrosas atracciones de un zoo, empezaron a lanzar las monedas que le habían dado a la falda de la mujer. De una en una. Acertando y fallando. Lo hicieron entre risas que no se si eran de inocencia o de crueldad. Cuando se quedaron sin dinero dieron media vuelta y sin decir palabra siguieron jugando a lo mismo que habían estado jugando antes. La señora tampoco abrió la boca, ni hizo un solo gesto que pudiera ser interpretable. Recogió las monedas lentamente y las metió en un pequeño zurrón que había aparecido de repente. El niño de mocos secos, con aquella mirada caducada, se quedó observando a los otros dos chicos que jugaban.

Aquello me dejó tan impresionado que intenté que algún adulto me lo explicara. Ninguno fue capaz. Me regalaron un montón de metáforas torpes, frases hechas y conceptos que se mezclaban entre ellos de forma difusa, y que no se correspondían con lo que yo había visto. Caridad, limosna, generosidad, humanidad, altruismo, cooperación… No. Lo que yo había visto era un ejemplo especialmente cruel de humillación y de aceptación de una realidad que debería ser inaceptable.

Mi relación con todos esos conceptos ha sido muy complicada desde entonces. Siguen siendo difusos para mí. Nunca sé dónde empiezan y dónde acaban. Reconozco que generalmente no me los creo; que soy irracionalmente intransigente (y seguramente injusto) con aquello que representan. No creo en la limosna, ni en la caridad, ni en muchos de esos eufemismos que utilizamos para quitarle a nuestra conciencia ese olor tan molesto que deja el saber que formamos parte de una situación que es intrínsecamente injusta. Decía Jack London que tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él.

Estoy volviendo a escarbar sobre todo esto durante estos días tan raros, y si antes no lo tenía muy claro, ahora creo que lo tengo todavía menos. Hoy soy capaz de sentir la fuerza de la gente, su generosidad y sus genuinas ganas de ayudar, pero sigo siendo reacio a creerme los canales que hemos estandarizado para transmitir ese sentimiento. El otro día, gracias una iniciativa del lugar en el que trabajo, hice una donación destinada a la compra de material sanitario. Las donaciones deberían ser anónimas y este detalle no merecería mayor comentario, pero es que quince minutos después de hacerla recibí un correo, de alguien que no conocía, avisándome de que ese acto de “generosidad” era desgravable en mi próxima declaración de la renta. ¿En serio? ¿Qué sentido tiene que sea así?

¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que el gobierno recaude dinero a través de los impuestos de los ciudadanos para repartirlo después (desconozco con qué criterio) entre Organizaciones que se autodenominan No Gubernamentales (ONG)? ¿Qué sentido tiene una ONG en la que la N y la G no son del todo ciertas? Conozco gente (a la que quiero) que trabaja en ONGs. No digo que colabore o que ayude, no. Que trabaja. Tiene sueldos, subidas de sueldo, bonus, liquidaciones de viajes, horario de oficina y pasan su jornada laboral en un edificio de oficinas de Madrid parecido al mío. ¿Tiene sentido vivir así de la caridad? No lo tengo muy claro.

Hace años tuve la suerte de asistir a una charla sobre liderazgo que nos dio una persona de Médicos sin Fronteras, de esas que se dejan su vida salvando a otras personas de morir en el mediterráneo. Fue una sesión fantástica y salí de allí admirando mucho a esa mujer que me pareció valiente, generosa y muy carismática. Pero me llamó mucho la atención que hablase todo el tiempo, casi exclusivamente, del vínculo sentimental tan fuerte que había forjado con sus compañeros de la organización (y otras organizaciones) y de lo importante que era lo que ellos estaba haciendo allí. Contó mil y una anécdotas de lo que habían pasado juntos, pero ni una sola vez se refirió a los rescatados más que en términos de cifras o de datos estadísticos.

Independientemente de mis propios prejuicios, soy consciente de que la generosidad es algo fundamental para sentirnos (y sentir a los demás) como humanos. A todos los niveles, además. Recuerdo que viviendo en Holanda me sentía muy mal cada vez que iba a cenar con amigos y cada uno de ellos pagaba exactamente aquello que habían comido. Reconozco que me resulta gratificante escuchar elogios sobre la sanidad pública porque siento que formo parte de ello. Y me resulta mucho más gratificante todavía escuchar a esos médicos cubanos que viajaron a Italia para ayudar a sus colegas en plena crisis. Un periodista les preguntó que por qué hacían eso, sin que hiciese falta completar la frase con un implícito “a cambio de nada”, y ellos contestaron con algo que deberíamos memorizar todas las mañanas: porque la solidaridad no es dar lo que te sobra sino compartir lo que tienes.

Con eso me quedo. Más generosidad y menos limosna. Más solidaridad y menos caridad. Decía Eduardo Galeano que la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo.

Pues eso.

Charity shop window – A Girl Called Eddy (2020)

 

Día 16

lunes, 30 de marzo de 2020

Teach your Children. 

A todos nos cambió la vida cuando hace más de quince días se decretó esto que venimos a llamar confinamiento. Ocurrió tan rápido, de forma tan imprevista, que ni siquiera fuimos muy conscientes de lo que estaba pasando y de lo que significaba. Era difícil visualizar entonces la idea de permanecer dos semanas en casa (y lo que te rondaré morena) sin poder salir a la calle, con todas las tiendas cerradas, el mundo parado y las calles vacías. Era complicado ponerse a pensar con algo de nitidez sobre los cumpleaños que nos pillaría en medio, la gente que fallecería sin tan siquiera poder tener cerca a los suyos, los Eurobonos, las vacaciones de Semana Santa, los respiradores hechos con impresoras 3D, o sobre la vulnerabilidad de una economía basada en algo tan vulnerable como el turismo.Nada más lejos de la realidad. Durante aquellas frenéticas veinticuatro o cuarenta y ocho horas (porque no fue mucho más que eso), y aunque ahora nos parezca un chiste, hubo tres fenómenos (¿amenazas?) que básicamente acapararon la charla intrascendente y los foros de Whatsapp (y perdón por la redundancia): el papel higiénico, las actividades de ocio y la obligación de tener a los niños en casa.

La primera de las tres se me escapa. Lo reconozco. Llevo toda la vida estudiando, pero soy incapaz de entender ese fenómeno que llevó a la sociedad española a esquilmar el suministro de papel del váter como si fuésemos una manada de simios desatados. No el agua, o la harina, o alimentos de primera necesidad. No. Un papel de uso muy concreto (permítanme ahorrarme los detalles) que sólo resulta relevante en una parte del mundo, porque en la otra, doy fe, lo tienen solucionado con otros métodos. Creo que si yo fuese un escritor de talento intentaría escribir una novela en torno a este tema porque me resulta fascinante. Del segundo punto, la oferta de opciones de ocio por encima de nuestras posibilidades, seguramente es mejor hablar otro día (o no, ya veremos). Me interesa mucho más centrarme en el tercero.

Si durante esos días uno atendía a los comentarios que salpicaban los medios de comunicación (y uno se los tomaba en serio), la perspectiva de encerrarse en casa con niños (incluso con los propios) se asemejaba más a una tortura de la peor división del ejército nazi que a otra cosa. Para combatir la llegada de esa supuesta versión del apocalipsis, los medios especializados llenaron su parrilla de sugerencias absurdas, típicas de suplemento de periódico engreído, que o bien trataban a los niños como alevines de superhéroes que tienen que pasar cada segundo de sus vidas desarrollando un talento sobrenatural y pensando en el ingreso en Harvard, o diréctamente como imbéciles. La gente adicta a las píldoras mágicas, los papás que se comen esa bazofia (y otras mierdas milagrosas como la música clásica que desarrolla el intelecto, los juegos educativos o la leche de almendra), amanecía horrorizada ante la perspectiva de pasar las veinticuatro horas del día con sus propios hijos sin tener herramientas mágicas o un libro de autoayuda, escrito por el enésimo imitador de Paolo Coelho, que les dijese cómo tenían que hacerlo.

Pues bien, los niños nos han dado una lección. Admito que la perspectiva que puedo tener desde esta ventana es lógicamente muy sesgada, pero esa es la sensación que tengo y esa es la que quiero transmitir. Los niños se han adaptado mucho mejor que nosotros a algo que entienden todavía menos. Es más, es muy probable que ellos nos estén sirviendo más de ayuda a nosotros que nosotros a ellos. Sus cambios de humor son bastante menos frecuentes y bastante menos hostiles. Son capaces de seguir riéndose de las mismas cosas que se reían antes e incluso de otras nuevas; lo cual, pensándolo bien, resulta ser una gran lección de madurez. Han aprendido a manejar todas las aplicaciones digitales de comunicación en apenas quince segundos y sin dificultad alguna. ¿Por qué? Pues porque tenían (meridianamente) claro que su objetivo no era aprender complicadísimas aplicaciones digitales de comunicación porque un señor muy listo dicen en #0 (de Movistar) que eso es lo que hay que hacer, sino que querían hablar con sus amigos y esa era la única forma de hacerlo. Han inventado historias y seriales que ocupan su tiempo sin detenerse en estupideces como tener que plantearse el sentido de hacerlo o para qué sirve. Han aprendido a jugar a distancia. Han aprendido a encontrar su hueco en espacios donde no hay huecos. Aplauden a las ocho de la tarde con más fuerza y más ilusión que nadie. En dos días han pasado de copiar a mano los infumables ejercicios de lengua que aparecen en un infumable libro de lengua a tener que buscarlos en el aula virtual de un servidor colapsado. Y lo hacen; con paciencia y sin tener que escribir un blog para explicarlo y sentirse realizados. Todo lo ejecutan con naturalidad; sin dramas falsificados, ni alegría hipócrita y sin buscar recompensa. No tienen vergüenza o reparo en colgar sus dibujos en la ventana de su habitación para que los demás los podamos ver. Han necesitado veinte segundos para aprender a jugar al Risk o al Catan o al Carcassonne o a cualquiera de esos juegos que les decíamos que eran de mayores. No sólo eso, encima nos ganan. Han aprendido que su cama puede ser una cabaña fantástica y su habitación un universo inexplorado. Ayer, por ejemplo, yo descubrí que todos los muñecos de la habitación de Emma, además de nombre, tienen una fecha de cumpleaños. Los supe porque en la pared apareció una hoja con un listado de todas las efemérides de los habitantes de aquel universo. Ayer, de hecho, era el cumpleaños de Pami, un muñeco que adoptamos en Dublín, y al que le hicimos una fiesta por la tarde. El regalo principal fue un traje de fieltro que habían estado haciendo por la mañana (adjunto evidencia).



Si tengo que quedarme con algo de todos estos días es precisamente con eso. Con la lección que nos están dado. Con lo poderoso que es ese juguete llamado imaginación que llevaba tanto tiempo acumulando polvo y que se nos había olvidado que existía.


Teach your Children – Crosby, Stills, Nash & Young (1970)

 

Día 15

domingo, 29 de marzo de 2020

Sunday.

Hoy es domingo. Y hace un sol espléndido. Y estoy seguro de que ahí fuera hace también un día maravilloso, de esos que solamente puede ofrecer una ciudad como esta en la que la primavera no existe y el verano suele tomar el testigo directamente del propio invierno. Uno de tantos días que fueron ayer y que hoy, siendo el mismo, es diferente.

Podría pensarse que es difícil saber qué estaría haciendo en circunstancias normales, pero en realidad no lo es tanto. Si me sujeto la nostalgia y contengo las hipérboles es probable que ahora mismo, por ejemplo, estuviese viajando en metro camino de alguna librería del centro. Y es curioso porque lo que mi conciencia echa de menos no es comprar un libro, que tengo todavía varios sin leer en casa, sino el camino hasta ese momento. El rato de soledad rodeado de gente que no conozco. Escuchar el peso de la civilización en sitios como Callao o Sol. El olor del papel sin tocar. Buscar entre las novedades y sorprenderme con lo que se me había pasado. El color de Madrid a la hora del aperitivo. Pasear por esas calles estrechas, retorcidas y contrarias a cualquier lógica urbanística, de las que ya estaba enamorado antes de tener que echarlas de menos.

Es probable también que hubiésemos quedado a comer con alguien, querido o no, porque aunque no fuese un cita que me hiciese especial ilusión es algo que echo de menos igualmente. Echo de menos tener que vestirme medianamente decente, descubrir un sitio nuevo, acabar en una sobremesa etílica que me hiciese añorar una siesta que nunca me tomo, o simplemente compartir una botella de vino con otra gente. Seguramente me tocaría recorrer un tramo de Recoletos a pie, viendo las filas de turistas que se agolpan a las puertas del Prado o del Thyssen. O puede que hubiésemos apostado por lo exótico y hubiese que subir por esa cuesta infernal que une Lavapies con Anton Martin. O atravesar el pasadizo de San Ginés para llegar a ese restaurante que nos gusta tanto. O mucho mejor, ir a comer el cocido de mi madre (¡a mi casa!) y darme una vuelta por el Puente de Vallecas antes de encontrarme en la puerta con mis antiguos vecinos.

Es probable que comiésemos en casa y no tuviese mucho que hacer y que de camino a comprar el pan me desviase para ver si han puesto algo nuevo en el Matadero, o para tomarme un vermut de grifo con algún padre de los que he conocido a través del colegio de las niñas, que me cae genial, y que tendría tan pocas ganas de volver a casa como yo.

Es probable que hubiésemos ido (otra vez) al Museo Arqueológico para ver (otra vez) la sección dedicada a los antiguos egipcios, o a la casa de Sorolla para ver ese cuadro que le gustó tanto a Maite, o a ese pequeño museo de dibujo que hay por Conde Duque y que nunca me acuerdo de cómo se llama, o a esa tienda de productos italianos que hay en Ríos Rosas, o una sesión temprana de Cine, o a ese teatro desvencijado, cerca del Puente de los Franceses, al que hace tanto que no vamos.

Y es probable que hoy jugase el Atleti en casa y estuviese preparándome para ir. Echo mucho de menos ese momento. El viaje hasta allí, momento en el que mi amigo Teno y yo aprovechamos para arreglar el mundo. Buscar a mi hermano y a Richy en el parking del estadio para tomarnos unas cervezas con ellos y echarnos unas risas. El paseo hasta la puerta sorteando gente sonriente y humanos adultos que gritan o cantan vestidos de rojiblanco. Retrasar el acceso a la grada porque me he encontrado en la entrada con algún conocido que profesa la misma religión. Encontrarme arriba con Iñako, y con Manuel, y con Sandra, y con ese señor que se sienta a mi lado, con el que me abrazo cuando metemos gol, con el que comento los cambios tácticos y que no sé cómo se llama. Echo de menos los nervios, y la emoción, y las risas, y hablar de series de televisión durante el descanso. Y es curioso porque ahora mismo me da igual el rival, o el juego o la alineación. Es más, lo de ganar o perder me parece un detalle completamente irrelevante.

Sí. Definitivamente, echo mucho de menos los tiempos en los que nos quejábamos de estupideces.

 Sunday - Frank Sinatra (1954)

 

Día 14

sábado, 28 de marzo de 2020

So Tired.





"El cansancio ronca sobre los guijarros; en tanto que la pereza halla dura la almohada de pluma"

William Shakespeare.




So Tired - Art blakey & the Jazz messengers (1960)

 

Día 13

viernes, 27 de marzo de 2020

Funny face.

 Hace unos años tuve la suerte de pasar quince días en Japón; un país fascinante y contradictorio, del que desconocía sus peculiaridades y que en muchos aspectos resultó ser como un planeta de otro universo. Para lo bueno y para lo malo, porque todas las culturas tienen sus manchas y porque cada vez tengo más claro que no existe la perfección, los colores puros o la verdad absoluta.

La primera vez que entré en el suburbano de Tokio (que es un multiuniverso ya en sí mismo), y una vez que asimilé aquel hervidero impresionante de gente, la mezcla de sonidos, o el caos ordenado que reinaba en un lugar en el que dicen que puede concentrarse hasta un millón de personas, hubo algo que me llamó la atención casi por encima de todo lo demás. En el vagón en el que yo viajaba, que estaba bastante bien nutrido de pasajeros como suele ser normal, había cuatro o cinco personas con una máscara blanca tapándoles la cara.

Aquellas máscaras eran las mismas que hoy constituyen una foto icónica de los tiempos que estamos viviendo. Hoy la llevan los médicos y los trabajadores de la sanidad, lógicamente, pero también la llevan los agentes de orden público, las personas que me encuentro en la fila del Ahorra Más, ese vecino superlisto que pone la música a todo volumen y que baja a su perrita unas seiscientas treinta veces al día, los periodistas vendedores de rabiosa actualidad (ya saben, esos que nos informan con oportuna dosis de histrionismo de algo que ya sabemos) y la llevan también los simpatiquísimos famosos (y famosas) televisivos que a través de una videoconferencia de Zoom o de Hangouts, y para que nos quedemos tranquilos, nos enseñan lo simpatiquísimos que siguen siendo incluso en una situación tan súper-o-sea-qué-mal.

No sé de dónde han salido todas esas máscaras, porque yo no tengo, ni sé cómo se pueden conseguir, pero ahí están. Son casi como un símbolo de estatus. La prueba de que se controla la situación. La sinécdoque que lo explica todo. ¿Nos hemos vuelto japoneses? Me temo que no. Es más, me atrevería a decir que estamos aprovechando ese mismo símbolo en sentido contrario.

Cuando hace años me encontré en el metro de Tokio con aquellos tres o cuatro ciudadanos que llevaban una mácara tapándoles la cara, lo primero que hice fue preguntarme por qué lo hacían. Inmediatamente después, sin esperar a una respuesta lógica, sentí la amenaza de lo desconocido y el miedo que esto suele llevar aparejado. Y me puse alerta, claro. Mi deducción natural fue pensar que si esa gente llevaba aquello tan aparatoso en la cara era porque resultaba estrictamente necesario para ellos. Es decir, que estaban protegiéndose de algo de lo que yo no me estaba protegiendo. ¿Había alguna sustancia tóxica en el ambiente de la capital japonesa y no me habían avisado? ¿Corría peligro por algo que yo desconocía y ellos no? Mis prejuicios me hacían pensar que me encontraba en una situación de inferioridad (y que por tanto era vulnerable). Eso me hizo sentir incómodo. Pero miraba al resto de pasajeros y no les veía preocupados. Al contrario; leían o dormían (o algo parecido), sin que pareciese preocupados por una amenaza latente e invisible.

Tardé poco tiempo en descubrir la realidad. Aquellas personas no llevaban la máscara para protegerse de una amenaza desconocida. Su acto no respondía a esa concepción egoísta de la vida que desgraciadamente es la que tenemos interiorizada. Aquellas personas, que probablemente estaban enfermas de gripe o creían estarlo, llevaban puesta la máscara en un acto de generosidad hacia los demás; hacia esa sociedad a la que ellos mismos pertenecían y que sabían que actuaría igual si la situación fuese a la inversa.

Vi personas con mascarilla cada vez que monté en el metro, o en el autobús, y cada vez que paseé por un lugar público, más o menos concurrido. Cada vez que veía a uno de ellos (hombres, mujeres y niños), y una vez descubierto el truco, pensaba que individualmente no "ganaban" nada por hacerlo. Su salud seguiría siendo exactamente la misma, con o sin mascarillas. De hecho si que estaban “perdiendo" algo, ya que llevarla es incómodo, da calor, se respira mal y aprieta la piel. Es más, seguramente habían tenido incluso que comprarla con su propio dinero. ¿Cómo se entiende desde aquí eso de gastar dinero y sacrificarse uno mismo de forma "gratuita", simplemente por ayudar a los demás?

No pretendo glosar las maravillas de Japón, porque la cultura nipona tiene también muchas otras cosas que son horribles (o muy horribles). Detesto además todas esas peleas barriobajeras del tipo “y tú más” que genera esa enfermedad llamada nacionalismo. Lo único que creo es que, especialmente ahora, deberíamos reflexionar sobre las cosas buenas que tienen los demás y que nosotros (ya) no tenemos. Influidos seguramente por esa corriente ultra individualista que impera en las culturas del norte de Europa, de origen calvinista o luterano o protestante en general y que son las que llevan los mandos del actual sistema capitalista, la sociedad española, que tradicionalmente ha sido más de ayudar que de no hacerlo, tiende rápidamente a esa forma totalitaria y sumamente egoísta de ver el mundo; una en la que todo empieza y acaba en uno mismo.

Ojalá todo esto sirva para que algún día mi vecino, el de la música, el que cuando me crucé ayer con él para echar la basura me condenó con la mirada por no llevar una máscara parecida a las que usaban en el ejército alemán durante la primera guerra mundial (que es la que llevaba él), le entren ganas de colocarse esa máscara para protegerme a mí.

Funny Face – The Kinks (1967)

 

Día 12

jueves, 26 de marzo de 2020

Anxious.

El otro día terminé de leer el último libro de Nickolas Butler (“Algo en lo que creer”) y me dejó completamente frío. Fue muy decepcionante, porque los dos libros anteriores (“Canciones de amor a quemarropa” y “El corazón de los hombres”) me habían encantado. HBO comenzó a emitir la semana pasada la última serie de David Simon, el cerebro que respira detrás de maravillas de la televisión contemporánea como The Wire, Treme, Show me a Hero o The Deuce y del que me declaro un rendido fan. Tenía muchas ganas de que llegara ese día porque su nuevo trabajo es además la adaptación de una novela (“La conjura contra América”) de un escritor por el que también tengo gran admiración (Philip Roth). La serie lleva ya dos capítulos y me he dormido en los dos. No descarto que la cosa cambie en breve (las series de David Simon tardan en coger el vuelo), pero nuevamente ha resultado muy decepcionante. Un amigo de criterio contrastado (y fiable) me recomendó ver la última película de Jonás Trueba (“La virgen de Agosto”). La terminé ayer, a duras penas, sin ser capaz de apartar la vista del teléfono movil, sin que me tocase por dentro en un solo momento y con una extraña sensación de que en realidad no la había visto. Hace quince días que no descubro un disco que me enganche (raro), que es el mismo tiempo que llevo sin escribir un párrafo de ficción.

¿Qué me pasa?

Es obvio. El mundo se ha parado sin pararse y eso, entre otras cosas, genera ansiedad. Es una situación tan extraña e inquietante que provoca escenarios improvisados y reacciones que son desconocidas para todos (o que al menos lo son para mí). Por mucho cerebro que le ponga, por mucha teoría que interiorice, por mucho karma que intente rebañar y por mucho optimismo que pretenda sintetizar a base de trucos de alquimia, la realidad es que al final del día me siento como esos muñecos de dibujos animados que mueven las piernas a toda velocidad y que son incapaces de avanzar un solo milímetro.

Norman Mailer dijo una vez que el papel natural del hombre del siglo XX es la ansiedad, pero creo que se refería a una variedad distinta; a esa que nos ocupaba hace quince días; esa que era posmoderna, y vanguardista y que tenía un punto de insolencia; esa que nos ayudaba a hacer competiciones de natación en un vaso de agua; esa en la que nos apoyábamos para elaborar sesudos dramas de época en torno a una mancha en la camisa; esa que utilizábamos para construir montaña de pensamiento elaborado y melancólico sobre cualquier estupidez. Era una enfermedad tan teórica, tan inocente, tan de ricos, que hoy, mirando a través de esta ventana, me resulta entrañable rememorarla.

Cómo sería la cosa que ni nos dábamos cuenta de lo importante cuando pasaba delante de nuestras narices. Hoy leo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha decidido cambiar la expresión que utiliza para referirse al confinamiento forzoso que se está implantando la mayoría de países. ¿Una tontería? Bueno, no lo creo. A nadie le llamó la atención que hace quince días se empezase a usar la expresión “distanciamiento social” para referirse a dicho fenómeno. Hoy, que la expresión ha sido sustituida por “distanciamiento físico”, entendemos perfectamente que aquello fue un error de bulto. Los humanos podemos separarnos físicamente, pero hacerlo como sociedad sería terrible. Ahora entendemos mejor que socializar no es comprar en un centro comercial algo que realmente no necesitamos. Socializar es quererse.

Lo paradójico del asunto es que yo mismo estoy volviendo a caer en la misma misma trampa (y seguramente volveré a caer mañana, en cuanto volvamos a esa normalidad que todavía no conocemos). Mientras me quejo amargamente porque la ansiedad no me deja emocionarme como antes, y lo hago desde una habitación luminosa en un cuarto con ascensor, con calefacción, con luz, con agua, con internet, con un café humeante delante de mí y con Bill Evans sonando de fondo, estoy leyendo que las favelas de Brasil temen lo que se les puede venir encima cuando les llegué el dichoso virus.

Volviendo al principio, el cierre temporal de las bibliotecas municipales me ha dejado con dos libros aparcados en mi mesilla de noche. El primero tuve que dejarlo antes de las cien páginas (“Los infinitos” de John Banville). Seguramente no era el momento. Del segundo, que habla de la vida y obra de Antonio Machado, me voy a quedar con una reflexión del propio poeta. “Sin el tiempo, esa invención de Satanás, el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza”.

Así que, como no podemos prescindir del tiempo, eso es lo que nos toca hoy: la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza.

Anxious – The Housemartins (1986)

 

Día 11

miércoles, 25 de marzo de 2020

Surf's Up

Acabo de leer que un tercio de la población mundial (¡mundial!) está ahora mismo encerrada en sus casas. Eso es mucha gente. Eso es mucha gente viviendo en un universo en el que no se puede hacer deporte, socializar, pasear por la calle, o cualquier otra actividad que necesite traspasar el umbral de la puerta. Eso es mucha gente que no sólo necesita entretenerse y pasar el tiempo, sino que también necesita trabajar, formarse, informarse o simplemente comunicarse con los demás. En pleno siglo XXI, todo esto nos lleva indefectiblemente a la red de redes.

Por muy buen momento que sea para desempolvar la caja de Juegos Reunidos Geiper o esa colección de los Episodios Nacionales que tenemos en una esquina de casa y a la que nunca vemos el momento de hincarle el diente (que lo es, y lo digo sin ápice de ironía) es inevitable vivir en la realidad. Y más todavía en unas circunstancias tan excepcionales que puede que no lo sean tanto en el futuro, cuando todo esté, todo el rato, conectado a la misma red. La duda que me surge ahora mismo es si estamos preparados para ello.

Hace un par de días escuché que habían solicitado a Netflix, Amazon y demás proveedores de servicios de streaming que bajasen la calidad de sus transmisiones porque la red había pasado el punto de saturación controlada. Entiendo que el foco informativo esté ahora mismo en otro sitio y es normal que una noticia así haya pasado prácticamente desapercibida a todos los niveles, pero me parece interesante reflexionar sobre el hecho de que la red, a nivel mundial, pueda estar cerca de colapsar en un escenario como este, que no deja de ser una especie de simulación de ese lugar al que queremos ir.

Pero más que un tema de infraestructuras (porque es probable que lo anterior se reduzca básicamente a eso) me resulta más inquietante reflexionar sobre si estamos preparados como sociedad desde un punto de vista cultural, ético o anímico. Si las administraciones asumen un fenómeno así como un reto social o como una simple vía de negocio (otra) que se puede dejar en manos de los sospechosos habituales. Y no me refiero a nivel mundial, que para mí es un concepto lejano, abstracto y engañoso, sino a nivel local. Me da igual si están preparados en Silicon Valley, en Cambridge, en Reikiavik o en Tokyo. Quiero saber si lo estamos aquí, en Madrid, en Miranda de Ebro y en Bollullos de la Mitación; en el suroeste de Europa; en esta sociedad cercana que es en la que vivo y a la que pertenezco.

Llevo varios años observando que en todas las presentaciones grandilocuentes que las grandes empresas españolas hacen de cara al exterior (es decir, para sus accionistas) aparece siempre un epígrafe dedicado a la digitalización. Como tantas otras cosas, mi sensación es que eso responde más a una necesidad de aparentar estar al día que a una situación real. Son epígrafes que más allá de un diseño sumamente atractivo, y de un uso realmente prodigioso de las palabras, lo que llevan detrás es poco (o nada). Sé que la gente que se dedica a estas cosas me lo cuestionará, pero la realidad es la que es. Seguimos teniendo que pagar con dinero físico en los parkings y en muchos establecimientos (los taxis, por ejemplo, sólo se lo tomaron en serio cuando tuvieron su particular apocalipsis); seguimos teniendo que acudir a la administración para renovar cualquier estupidez; seguimos teniendo que rellenar a mano la matrícula del instituto o del dentista, y repetir, una y otra vez, los mismos datos de siempre en los mismos sitios de siempre; seguimos teniendo que acudir físicamente, todos los días, a una zona concreta en la que nuestro jefe pueda vernos (especialmente si queremos conservar la reputación de trabajadores responsables); tenemos que llevar el DNI (y otros mil doscientos carnés) en la cartera; seguimos viendo los juzgados repletos de montañas de papeles; tenemos que hacer una cola kilométrica para apuntarnos a un curso del polideportivo municipal (o bueno, tenemos que seguir haciendo colas para todo); y así podría seguir hasta la extenuación. ¿Está la administración española preparada para manejar de forma inteligente (y digital) todos los datos médicos de una supuesta prueba masiva del Covid-19?

Gracias a esto del confinamiento mi jefe ha descubierto el teletrabajo (algo que muchos directivos entienden como menor, o negativo, o reservado para gente sin responsabilidad). De esa manera ha descubierto también las aplicaciones para comunicación telemática que teníamos instaladas desde hacía años. Es un alto directivo de una compañía importante, pero en esto no destaca respecto a sus compañeros del Top 50. En una sociedad jerarquizada y presencialista como la nuestra, eso significa que poca gente de sus numerosos subalternos (“equipos” queda más fino) va a utilizar unas herramientas que ellos mismos no utilizan. Ahora no le ha quedado más remedio que usarlas, pero las comunicaciones no fueron muy bien en la primera reunión que tuvimos. Se puso nervioso y echo la culpa a "esas moderneces que no valen para nada”, pero después de invocar a todas las criaturas del averno, y de hacerlo en términos muy poco edificantes, descubrió que el problema lo tenía solamente él; era el único que no escuchaba y el único al que no se le escuchaba. Como nunca lo había usado antes, descubrió en ese momento que su conexión a Internet, que tenía contratada la más barata y cutre del mercado, no funcionaba bien en una casa con tres niños y una señora que la estaban usando a la vez.

Más allá del peculiar concepto de austeridad de mi jefe, esa es ahora mismo la realidad de un montón de hogares españoles. Esa y otras parecidas. Conozco casas que sólo tienen un ordenador (y no precisamente actualizado) que están teniendo muchos problemas para compatibilizar el trabajo de los padres y de los hijos. De un día para otro hemos pasado a una situación en la que un estudiante necesita obligatoriamente un ordenador y una conexión decente de red cuando es algo que hace quince días ni siquiera se planteaba. De hecho, lo que era obligatorio hace quince días era que los alumnos se comprasen todos los años (repito, todos los años) unos libros de texto totalmente físicos que además de absurdos (y muy malos) son ridículamente caros. ¿Digitalización? Ya. ¿De qué vale una pizarra digital si se usa exactamente igual que una de tiza? ¿De qué sirve estudiar con Ipad si lo que estás estudiando es lo mismo (y contado de la misma forma) que estudiaba mi abuelo? En esto de la educación deberíamos empezar olvidarnos del continente (u otras estupideces accesorias que sólo ayudan a alimentar el debate político) y concentrarnos un poco más en el contenido.

Pero es que contratar un buen servicio de acceso a la red seguía siendo un artículo de lujo hace quince días (y hoy, desgraciadamente, lo sigue siendo); uno que además suele llevar aparejado el impuesto revolucionario de un paquete de televisión (u otras mierdas varias) que normalmente no hacen falta. De hecho, somos uno de los países europeos con las tarifas más altas (y más peregrinas) para servicios de telecomunicaciones. No lo digo yo, lo dice la propia Unión Europea. ¿Por qué?

¿Estamos preparados? No. ¿Tiene sentido culpar a la sociedad española de su retraso digital con este panorama? Tampoco



Surf's Up - Brian Wilson/The Beach Boys (1967)


Día 10

martes, 24 de marzo de 2020

One fine day.

Hay una escena en la película Notting Hill (que no es original y que también ha sido copiada después), en la que se ve al apesadumbrado protagonista caminando de forma distraída por un mercadillo mientras las estaciones se van sucediendo en la pantalla. No es más que un elegante truco de guion para que el espectador tenga la impresión de que ha pasado mucho tiempo sin necesidad de consumir mucho metraje o de tirar de otros recursos técnicos, pero ayer me acordé mucho de esa escena porque me dio la sensación de estar viviendo algo parecido.

Durante las dieciocho o diecinueve horas en las que ayer estuve despierto pasé por todos los estados de ánimo posibles; por todas las temperaturas de humor, por todos los tonos de empatía y por todas las estaciones del año. Amanecí con un día gris en la ventana, pero la luz cerrada y plomiza que había al otro lado del cristal fue evolucionando a lo largo de la mañana hacia una lluvia pobre, casi inapetente, que caía sin hacer ruido, y después a una poderosa tromba de pequeñas pelotas de hielo que no dejaba sonar otra cosa. Una cortina de granizo enfurecido que nos hizo salir a todos los vecinos a la ventana para sentirnos un poco más pequeños todavía. Poco después, porque sí, apareció un sol potente y luminoso que llenó mi habitación de una luz tan fantástica que hacía difícil creer que ese mismo lugar hubiese tenido el color de la ceniza pocas horas antes.

Amanecí con la definición de amistad que la niña de nueve años que vive conmigo acababa de enviar a su profesora en forma de poesía. “La amistad es como cantar. Permanecer en el tono y practicar”, había escrito. Y esa bobada me hizo subir al cielo. Pero esa misma niña fue la que me confesó horas después, con lágrimas en los ojos y con toda la sinceridad que tenía disponible, que había momentos del día en que se sentía muy sola; que quería estar conmigo y que yo, aparentemente, no podía estar con ella. Y esa pequeña verdad me hizo descender al infierno.

No creo que un cuerpo humano como el mío esté diseñado para montarse a diario en esta especie de montaña rusa en la que se está convirtiendo esto de la reclusión. Una montaña rusa que además de tramposa es también virtual, porque hay que vivirla en la distancia; como alguien ajeno; sin contacto y sin piel; sin poder moverte de ese mismo milímetro cuadrado que no termino de conocer. En menos de un día pasé de tener una charla cariñosa con un amigo del que me había alejado últimamente, y al que había decido acercarme precisamente como consecuencia de ese espíritu mágico que surge de una situación tan excepcional, a recibir la noticia de que había fallecido el padre de otro viejo amigo. Una persona a la que hacía tiempo que no veía, pero a la que conocía bien y con la que había compartido muchos momentos buenos.

Todavía no termino de creérmelo. Es terrible sentir cada vez más cerca el aliento de esa enfermedad que hace pocos días nos parecía exótica y extranjera y que ya no lo es. Reconozco mi insolente ingenuidad cuando empecé a saber de aquello que estaba ocurriendo en una ciudad china de nombre impronunciable y que hoy nos resulta tan lejano en el tiempo. Tendemos a pensar que todas esas desgracias apocalípticas que los telediarios nos enseñan a diario son cosas que le pasan a los demás; que son exclusivas de "otros"; que de alguna manera se quedarán al otro lado de las fronteras de ese otro mundo, el nuestro, que es el único que entendemos como real; que “alguien” hará “algo” antes. Es más, reconozco que el día que me despedí de mis compañeros de oficina lo hice entre risas y chistes, con la extraña sensación de que todo era una exageración y de que algo así no podía estar pasándonos a nosotros.

Pero estaba pasando y no había hecho más que comenzar. Las noticias terribles ya no llegan a través del boletín informativo de una emisora llena de señores rabiosos. Las noticias terribles llegan ahora a través del whatsapp y las escriben los propios protagonistas. Unos protagonistas a los que además conocemos.

Ayer me enfurecí hasta extremos impropios de la sensatez cuando escuché la noticia de que el ejército se había encontrado una residencia con ancianos dejados de la mano de Dios, y que incluso tenían que convivir con sus propios compañeros fallecidos. La imagen no puede ser más terrible y descorazonadora. Pero pocas horas después me enteré también de que los trabajadores de otra residencia de ancianos (de Cádiz) habían decidido recluirse con sus pacientes al ser conscientes de que aquella gente no tenía a nadie más que a ellos. A media mañana me inundó el optimismo pensando en que finalmente parecía que la sociedad había entendido que el hecho de estar recluidos era fundamentalmente un acto de generosidad y que se estaba cumpliendo. Pero poco después escuché el caso de una señora que había estado gritándole a otra desde la ventana, con insultos y descalificaciones de primera categoría, por ir paseando por la calle con un niño de la mano. Resultó que ese niño era autista.

¿Somos ángeles o somos demonios? Seguramente ninguna de las dos cosas.

Es agotador subir y bajar de las nubes. Reír y llorar en un espacio tan corto de tiempo. Ser optimista y pesimista a la vez. Amar y odiar a las mismas personas. Convivir en todo momento con el blanco y con el negro; con el Yin y el Yang; con un gato que sigue siendo de Schrödinger incluso con la caja abierta.

Y todo eso en un único día.


One Fine Day – The Chiffons (1963)

 

Día 9

lunes, 23 de marzo de 2020

Modern Nature.

La primera vez que escuché hablar de la hipótesis de Gaia fue hace ya bastantes años. Alguien me pasó un artículo sobre un químico inglés llamado James Lovelock y y me pareció muy sugestiva esa forma de entender el funcionamiento del planeta tierra. Me alejé un poco de esa misma idea al adentrarme en algunas consideraciones técnicas, y sobre todo al toparme con la marabunta de derivadas políticas, reflexiones pseudo-ambientalistas y profecías apocalípticas que dejaba a su paso, pero la idea central me sigue pareciendo muy interesante.

De forma resumida, la hipótesis de Gaia considera al planeta Tierra como un equilibrio orgánico que responde como tal; es decir, que responde como un ser “ser vivo”. La Tierra se adapta, evoluciona, se protege y hace lo que tenga que hacer para mantenerse “viva”. En principio no es descabellado pensar así porque ese es uno de los pilares sobre los que se construye la química (que es una de las ciencias que explican la vida). Los equilibrios naturales reaccionan siempre intentando conservar el mismo estado que tenían, y se adaptan a su estado de menor coste energético si se les fuerza a salir de él. A partir de esa idea, hay quien relaciona las catástrofes climatológicas como respuestas naturales del planeta frente a la acción del hombre; del mismo modo, la aparición de plagas o pandemias (como la me tiene escribiendo esto) sería la respuesta natural al efecto agresivo de la superpoblación.

Asusta pensarlo de ese modo, y mucho más en la actual situación, pero aunque todo parezca encajar como un puzle sideral, hay que ser sensato y recordar que estamos bailando en esa zona difusa que separa el rigor científico de la literatura de ficción. Todas estas proyecciones y teorías, por muy cinematográficas que sean, hay que tomarlas con un exquisito sentido de la prudencia. Ahora bien, sería bueno aprovechar la ocasión para, al menos, colocarnos delante del espejo.

El planeta Tierra es un sistema finito con un número finito de recursos. Eso es así y no admite discusión. Si la población humana crece de forma exponencial y el consumo de recursos que necesita cada uno de esos miembros crece en la misma proporción, parece evidente que en algún momento alcanzaremos un punto en el que será imposible mantener la realidad que conocemos. No es una leyenda apocalíptica, ni un reproche progre. Son matemáticas. Podemos especular sobre lo cerca o lejos que estamos ahora mismo de ese punto de no retorno, pero sería absurdo cuestionar que ese punto está ahí.

¿Somos conscientes del dilema? Me temo que no. Por resumirlo en un único dato, el consumo de energía de cada ser humano del Planeta ha aumentado al doble en apenas 30 años (de 1984 a 2014; son datos del Banco Mundial). ¡Es el doble! Es decir, no es que seamos más, es que encima necesitamos cada vez más porque somos más caprichosos (y más depredadores). Estamos evolucionando al revés. ¿Se lo está planteando alguien en estos términos (y con alguien me refiero a estados, administraciones, foros económicos, empresas, sindicatos, corrientes políticas y demás agentes con un papel relevante en la dirección que toma la humanidad)? Me temo que no. Por mucho que todos estos mismos agentes digan que sí. Es difícil hacer estas reflexiones desde un yate amarrado en Porto Cervo o en la mesa redonda de un congreso al que has acudido en primera clase. Es difícil renunciar a estar bien y todos, más allá de una reflexión de sobremesa con un orujo de hiervas en la mano o de una limosna ética de vez en cuando, estamos nadando en esta especie de huida hacia delante que supone el modo de vida occidental (más, más, más… yo, yo, yo).

Aparte de informes catastrofistas en foros internacionales tan útiles como este blog, las únicas reflexiones serias que yo he visto al respecto de este tema han llegado siempre por el lado de la ficción. Hace pocos años vi por ejemplo una serie británica llamada Utopia (alerta: spoiler) que trataba sobre una extraña sociedad secreta que desarrollaba una especie de virus que servía para esterilizar a un porcentaje suficiente de población y así salvar el planeta. El dilema estaba ahí: ¿eran malos los malos? Pero había otro dilema, mucho más interesante, que aparece siempre implícito a cualquier solución magistral: ¿Por qué el inventor de la solución no se la aplica a sí mismo?

Otra serie en la que he pensado mucho estos días es una que me impactó cuando era pequeño; una que es también una película, y que tiene como origen una novela de ciencia ficción (escrita por William F. Nolan y George Clayton Johnson) llamada La Fuga de Logan. La trama plantea una distopía postapocalíptica en la que una ciudad vive aislada en una especie de autarquía que se autorregula y donde los seres humanos no pueden vivir más de 21 años. Esa es la forma que tienen para que los recursos se regeneren a una velocidad compatible con la subsistencia. Todo es muy lógico y cerebral hasta que se introduce en la ecuación el hecho de que las personas, que también son equilibrios orgánicos, quieren vivir más de 21 años. Para evitar este “inconveniente” los que han diseñado el sistema, que son los miembros del consejo de gobierno, se han inventado un cuento basado en la fe y han convencido a la población de que lo que les ocurre a los 21 años en esa ceremonia religiosa a la que llaman el carrusel no es su muerte por efecto de un gas letal, sino que se van a vivir a un sitio mucho mejor. La gracia de todo el asunto es que, como era de esperar, todos los miembros del consejo de gobierno tienen más de 21 años. Otra vez, el inventor de la solución se la aplica sólo a los demás.

No es fácil encontrar una salida porque seguramente no exista una que sea perfecta. Siempre existirá una contrapartida que nadie querrá asumir. Así que es evidente que la solución, o lo que sea, tendrá que ser lo menos dañina posible y que el daño se reparta de forma sensata. Es decir, no podrá basarse en datos matemáticos que recomienden prescindir de un sector vulnerable, ni atender al corazoncito egoísta de la mal entendida libertad individual. Aprender a vivir con menos es aprender a vivir más, pero eso, de nuevo, aplica para todos. La solución no puede pasar porque el común de los mortales se apriete el cinturón para que el consejo de gobierno tenga más y viva mejor. Justo antes de todo esto el sistema nos había llevado a una situación en la que la riqueza estaba concentrada cada vez en menos gente. ¿En eso vamos a basar la solución? Pues no. O jugamos todos, o rompemos la baraja.

Modern Nature – Sondre Lerche (2001) 

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Día 8

domingo, 22 de marzo de 2020

Hoy es domingo. Y no me apetece estrujar la melancolía o buscar soluciones a problemas de los que desconozco hasta el enunciado. Hoy lo que me apetece enfocar la vista en cosas que me gustaron ayer, que no están a la vista y que voy a recuperar.

Un libro.

Siempre somos demasiado buenos con las mujeres - Raymond Queneau (1947)

No tenía ni idea de quién era Raymond Queneau (periodista, poeta y escritor francés fallecido en 1976) hasta hace un par de años. Un conocido que estaba leyendo un borrador de cuento que yo había escrito levantó la cabeza y me dijo: “eres muy francés”. Mi escritura, quería decir. No soy consciente de serlo, francamente; y si es así, desconozco de dónde viene. “Sobre todo en la forma de afrontar el humor”, matizó después. “¿Conoces a Raymod Queneau?”, me dijo. ¿No? Pues deberías.

Y así llegué a esta pequeña novela que habla desde el humor calmado y un ángulo que roza el absurdo sobre una noche de locos en plena revolución irlandesa. Y sí, sin tener que ver nada conmigo (creo), me sentí identificado con su forma de contarlo.



Un disco.

Meaningless - Jon Brion (2001)

Creo que solamente nos fijamos en el productor de los discos los que estamos muy metidos en esto de la música. Ahora no me ocurre con tanta intensidad, pero la forma en la que sonaban los álbumes, la selección de instrumentos o la inteligencia en los arreglos era algo que me obsesionaba de forma compulsiva durante el cambio de siglo. En ese caldo de cultivo empezó a aparecer un nombre de forma reiterativa: Jon Brion. Un tipo muy interesante, del que me declaro admirador, que ha producido discos fantásticos (Aimme Mann, Rufus Wainwright, Fiona Apple, Sean Lennon, Keane, Dido…), que ha compuesto bandas sonoras maravillosas (Magnolia, Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Extrañas coincidencias…), pero que sólo tiene un único disco en solitario. Ese maravilloso Meaningless que no, no está en Spotify.






Una película.

Mary and Max - Adam Elliot (2009)

No soy muy fan de la animación, y menos de la stop-motion, ni estoy muy metido en el cine que se hace en Australia, pero en esos años locos en los que prácticamente era inevitable permanecer al margen de la piratería en internet, cayó en mis manos esta película y me dejó completamente descolocado. Una historia sobre la soledad, el ser diferente y la amistad a distancia que me pareció distinta, profunda y muy original.


Una serie.

Wonderfalls (2004)

En los orígenes de ese maremagnum de series de televisión que ha venido después apareció sin pena ni gloria esta extraña comedia sobre una chica que trabajaba en una tienda de souvenirs cerca de las cataratas del Niagara y que un buen día empieza a hablar con los objetos que le rodean y que le dan consejos. Es sencilla y no tiene algo especialmente profundo, pero por alguna razón me enamore de ella. Bueno, de su protagonista, en realidad. Y también de la canción principal.


Día 7

sábado, 21 de marzo de 2020

A smile in a whisper.

Ayer, a las tres de la tarde, decidí cerrar la oficina.

Llegaba el fin de semana.

Había que hacer balance.

Sí…

Una anécdota inteligente en un cuento de Cheever. Dos vecinas desconocidas cantando “Resistiré”, completamente fuera de tono (y de ritmo), mientras se abrazaba la una a la otra, moviendo una linterna e incapaces de contener la risa. Un amigo lejano que en mitad de una videoconferencia intrascendente se levanta para coger algo y descubre que sólo lleva puestos unos calzoncillos. Las fotografías que aparecen el principio de la película “vacaciones”. La risa sincera de una niña que está abrazada a mí mientras ve las fotografías que aparecen el principio de la película "vacaciones". Descubrir el disco recopilatorio de un tipo que no conocía (Ian Prowse). El vídeo de una comunidad de vecinos valenciana haciendo una mascletá con globos. El primer capítulo de la tercera temporada de Westworld. El hecho de que mi jefe descubra hoy, en el año 2020, el mundo digital. Escuchar el Monk’s Dream por los auriculares pasada la medianoche y cuando todos los demás están ya dormidos. Los vídeos caseros sobre un Apocalipsis zombie que un buen amigo nos envía todos los días. Abrir la nevera y comprobar que todavía está esa Ichnusa de medio litro que sin querer nos trajimos en la maleta desde Cerdeña. Leer lo último de Nickolas Butler. Esos momentos en los que la comunicación no va bien y acabamos hablando todos a la vez, o contestando a cosas que nadie ha preguntado, o sobreponiendo conversaciones que ya en origen eran absurdas y que indefectiblemente acaba en risas. Aplaudir todos los días a las ocho de la tarde. Saber que alguien, alguna vez, lee esto que escribo. Comer y cenar todos juntos, todos los días. Una canción que acabo de escribir en Si bemol y con ritmo de seis por ocho (y que no tiene título). Volver a escuchar el Harvest de Neil Young después de mucho tiempo. Saber que mi madre ya no tiene fiebre. Ver bailar a esa otra niña que vive bajo el mismo techo que yo y a la que le basta hablar con sus amigas para sonreír. Abrir otra botella de vino.

Pero no…

Notar que el tiempo se ralentiza cuando quieres que pase rápido. Saber que mi madre tenía fiebre. Discutir con cualquiera, de cualquier cosa, sin razón aparente. Renunciar a comer pan del día. Encender la radio por las mañanas. Encender la televisión en cualquier momento. Recorrer el TimeLine de twitter a toda velocidad para evitar las peleas sobre política barata. Saber que mi amigo Juan, enfermero en el 12 de Octubre, lo estará pasando mal. Comprobar que las casas de apuestas siguen funcionando. Tener que soportar la vibración de las paredes porque el vecino de arriba ha vuelto a poner una música (de mierda) a todo volumen. El desprecio, físico y digital, de todos esos que ya meaban colonia antes de todo esto y que la siguen meando después. Las agencias de rating. Saber que alguien ha decidido que ese portero de nuestra comunidad que hace pocas semanas tuvo un infarto tenga que seguir viniendo a trabajar. Pensar en la cantidad de gente que, como mi hermano, han sufrido un despido temporal. Pensar en la cantidad de gente que, como mi primo Ruben o varios amigos, han tenido que cerrar su negocio y que pasan las noches tratando de perfilar una incertidumbre que no se va a ir en breve. Que la bolsa siga abierta. Las noticias que llegan desde ese hospital en el que está peleando un amigo de mi padre. El quiebro en su voz cuando él mismo me lo contaba. El dolor de cuello y de espalda que intuyo irá cada vez a a más. Los silencios prolongados. Los vídeos de gente que se piensa más lista que los demás. No poder dormir. La gente (y las empresas) que sacan beneficio de todo esto. El dolor real de tanta gente que no conozco. El olor tan amargo que tiene la resignación. El no saber qué va a pasar.

Pero es fin de semana y a eso me agarro. Y sé que volveremos a reír y a dejar de hacerlo, porque así es también la vida cuando no puedes salir de casa.

A smile in a whisper - The Fairground Attraction (1988)

 

Día 6

viernes, 20 de marzo de 2020

Misunderstood.

Ayer hablé con tres personas afectadas por el Covid-19. Están confinadas en casa (como yo), con miedo por lo que pueda pasar (como yo), somatizando hasta la vibración de su propia respiración (como yo) y con una incómoda sensación de no saber dónde estuvo el principio ni dónde está el final (como yo). Una tiene fiebre y las otras dos (ya) no; es decir, como yo también. Vamos, que yo podría ser uno de ellos. ¿Lo soy? No lo sé. De hecho, a ninguno de los tres le han hecho la (dichosa) prueba del (dichoso) virus, así que no son casos oficiales. Dos de los tres tienen seguro privado, pero los tres están en la misma situación. Curioso. Su diagnóstico ha venido siempre, en los tres casos, por vía telefónica; sin contacto físico, sin transferencia de material genético y sin un simple cruce de miradas. “Mire, me pasa esto”, dijeron cuando después de docenas de intentos consiguieron que alguien se pusiese al otro lado de la línea. “Sí, lo tiene”, fue el ajustado diagnóstico que recibieron por parte de vete a saber quién. Pudo ser un reputado doctor de amplia trayectoria, o un animoso estudiante de medicina de esos que han reclutado a la desesperada, o un enfermero aturdido que pocos meses antes se había quedado sin plaza para entrar en el sistema de salud pública. Es más, podría haber sido el celador del centro, o un taxista que pasaba por allí, o el jefe de informativos de Radio Carcoma o yo mismo, porque a estas alturas todos conocemos los síntomas, el nombre científico y las normas de aislamiento.

Es evidente que no es buen momento para enfermar. No ya de Corona Virus, sino de cualquier otra cosa. Ahora mismo es muy difícil encontrar a alguien al otro lado. Lo suyo sería organizarnos y acudir por turnos, pero es que es ahí precisamente donde está el quid de la cuestión. Estoy realmente convencido de que todos tendremos que enfrentarnos en algún momento a esa especie de tribunal sin cara que nos ha caído en forma de virus y que elige arbitrariamente si pertenecemos al grupo de los que pasan el trance con paciencia y Paracetamol o al de los que necesitan ayuda profesional, pero la clave está en saber si, llegado ese momento, la situación nos dejará enfrentarnos a ella con una red de seguridad o tendremos que hacerlo a pelo.

Si el gobierno/administración (lo que quiera que sea eso) logra construir un mecanismo que nos lleve a que el contagio sea escalonado habremos conseguido un éxito sin precedentes como sociedad; el nuevo mundo que nos encontraremos a partir del siguiente otoño (dudo que sea antes) será robusto y además estará cargado de optimismo. Pero si no es el caso (que ahora mismo es lo que parece) me temo que seguiremos jugando a la Oca, predestinados a caer en la casilla de la calavera una y otra vez.

Las tres personas teóricamente infectadas no aparecen en los registros oficiales que maneja la administración (que son los mismos que manejan los medios de comunicación). Ni esos tres, ni muchos otros. Las matemáticas no engañan, pero los números son muy manipulables. De nada sirve hablar de tasa de mortalidad en términos absolutos cuando el numerador puede ser más o menos fijo (suponiendo que la causa de fallecimiento esté correctamente diagnosticada, que no es algo lineal, ni evidente), pero el denominador está cargado de incertidumbre. Es decir, cuando el denominador podría ser esa cifra, o el doble, o el triple. ¿De qué vale un valor tan poco fiable? De nada. Podría tener cierta utilidad en términos relativos, comparándolo consigo mismo y observando su evolución, pero incluso así el ejercicio estaría trucado cuando la forma de medir de la semana pasada no tienen nada que ver con la de hoy, y vete a saber si tienen que ver con la de mañana.

Empiezo a no fiarme de la información que recibo y eso es peligroso. Encuentro fisuras y derrapes en las cosas que fehacientemente conozco, así que el cuerpo me pide dudar de lo que desconozco por completo. Hay un momento en “La Trinchera Infinita”, película que casualmente vi la semana pasada, que me resulta especialmente incómodo. Ocurre cuando todo el mundo ha pasado ya tanto tiempo en la trama que ha acabado asumiendo su papel. Ya no hay héroes, ni esperanza cercana, ni sueños que parezcan susceptibles de hacerse realidad. Lo único que queda es hartazgo, resignación y ese miedo residual que nunca termina de irse. Es ese momento en el que el protagonista ya no reconoce el mundo exterior porque el mundo exterior no existe para él. Su mundo ya es otro. Está tan perdido en su propia realidad que no se fía ni de las personas que lo han salvado. En incapaz de interpretar el universo que le rodea y el universo que le rodea es incapaz de interpretarlo a él.

Hay que evitar llegar a ese punto. Hay que sortear la desinformación y agarrarse a la lógica. Hay que aprender de lo que funciona y también de lo que no funciona. Hay que sacar la cabeza y ver. Y hay que pensar. Aunque duela.


Misunderstood – Wilco (1996)

 

Día 5

jueves, 19 de marzo de 2020

Atmosphere.

Mi ventana da a un patio interior tan grande que parece que no lo es. Pero lo es. Cuatro muros de ladrillo rodeando un espacio común que, evidentemente, ha tenido días mejores. Hoy es una fotografía estática en la que sólo cambia ese trozo de cielo al que tenemos acceso y que cada día muestra un tono diferente de azul (o de gris). Hasta hace poco más de una semana no solía asomarme allí más que cuando tenía que airear la casa o bajar el toldo. Era un espacio que sabía que existía, y que me gustaba (porque es bonito), pero poco más. Me pasaba lo mismo que me pasa con esa iglesia que todo el mundo dice lo bonita que es y que yo no he visitado todavía porque, total, está ahí al lado; como ese primo que vive a siete paradas de metro y al que solo veo en bodas, bautizos y comuniones; como ese amigo de la universidad con el que tantas veces deambulé por el lado salvaje de la vida y del que hoy sólo conservo su teléfono; como ese piropo elogioso que nunca me sale soltar porque parece de mal gusto eso de elogiar a los amigos. A veces las cosas más difíciles de ver son precisamente aquellas que están más cerca.

Pero no hay mal que por bien no venga y hoy sería capaz de describir con bastante precisión ese espacio común que aparece al otro lado de mi ventana. Las jardineras, las esquinas que acumulan hojas secas, las papeleras, las flores de colores, la madera pulida, los minúsculos arbustos cuya copa redondeada está tan cuidada que parecen el pelo afro de un cantante funk de principios de los años ochenta, el pavimento de colores claros, los desagües, los bancos desgastados por el uso, el agua de azul brillante que fluye emitiendo un permanente susurro... Es bonito, pero carece de vida. Me resulta mucho más interesante observar lo que ocurre un poco más arriba, en esa secuencia continua de ventanas que antes estaban cerradas y ahora no.

Es un fenómeno curioso que puede que simplemente responda a la casualidad y que yo prefiero pensar que no es así. Me parece mucho más sugerente creer que mis vecinos han decidido expandirse por el único flanco de sus vidas por el que físicamente pueden hacerlo; abriendo la ventana y mirando al otro lado. Lo que yo veía hace siete días era una colección de persianas bajadas y de cortinas echadas. No me molestaba en ese momento, porque yo hacía lo mismo, pero pensándolo ahora me resulta una imagen sumamente hostil. Vivíamos de espaldas a un mundo que no reconocíamos. Vivíamos de espaldas a ese lugar común que, precisamente por serlo, no considerábamos nuestro. Ahora creo que es diferente. Ahora las persianas están subidas y las cortinas están abiertas. Lo sé porque las mías también lo están. Me he acostumbrado a trabajar así, sin barreras; aceptando ver y ser visto. Ahora distingo salones que no conocía, televisiones encendidas y apagadas, gente que habla, gente que lee, gente que estudia, gente que ríe y gente que no; veo niños, niñas, hombre, mujeres, cocinas humeantes, gente que barre, gente que fuma y camas sin hacer; veo habitaciones vacías, caras tristes (o alegres) y también gente que, saltándose cualquier recomendación, se abraza.

 Sigue habiendo ventanas cerradas a cal y canto, pero son minoría y curiosamente (o no) coinciden con aquellas que también están cerradas a las ocho de la tarde, durante ese rato que nos hemos reservado para aplaudir a todos los que no pueden quedarse en casa por tener que trabajar para nosotros. Imagino que detrás de esas persianas de color antracita hay personas tan normales como yo, pero que tienen miedo, o que están especialmente aturdidas con la situación, o que siguen confundiéndose de enemigo, o que se aferran a unas ideas políticas (las que sean) que resultan inútiles en un momento tan especial como éste, en el que valen lo mismo que un billete en primera clase hacia Bérgamo. Me da pena por ellos porque creo que se están perdiendo algo único, maravilloso y probablemente irrepetible. Me da pena por ellos porque, igual que yo, necesitan refrescar de vez en cuando ese circuito cerrado en el que vivimos. Porque todo circuito cerrado, sea el nuestro o el de una planta de regeneración de aminas, necesita ser purgado de vez en cuando.

La teoría física dice que un ciclo de calor y frío (por ejemplo) puede funcionar teóricamente hasta el infinito; el agua recoge el calor de la caldera y lo arroja en el resto de la casa para volver al punto de partida. La realidad dice que no es así y que es necesario purificar el agua usada cada cierto tiempo; reemplazar una pequeña parte del agua antigua con otra que sea nueva. Y a nosotros nos pasa lo mismo. Especialmente ahora, que también formamos un circuito cerrado. Necesitamos aire fresco de forma periódica. Necesitamos una atmósfera que sea capaz de renovarse por algún sitio. Y sí, podríamos conseguirlo a través de ese teléfono celular que dice ser capaz de llevarnos a todas partes, pero lo que yo encuentro últimamente ahí dentro se parece mucho a lo que ya tenía dentro de mi cabeza. Por eso subo la persiana y me voy a la ventana. Para ver televisiones encendidas y apagadas, gente que habla, gente que lee, gente que estudia, gente que ríe y gente que no; veo niños, niñas, hombre, mujeres, cocinas humeantes, gente que barre, gente que fuma y camas sin hacer; veo habitaciones vacías, caras tristes (o alegres) y también gente que, saltándose cualquier recomendación, se abraza.


Atmosphere – Velvet Crush (1994) 
 

Día 4

miércoles, 18 de marzo de 2020

Tomorrow never knows.

Ayer hice una especie de experimento absurdo. Aunque tengo la sensación de que todas las conversaciones en las que ando involucrado estos días, bien sean orgánicas o digitales, giran siempre en torno a lo mismo, creo que rara vez nos referimos específicamente a ello. Los humanos, por alguna razón, tendemos a dar vueltas retóricas sobre algo desagradable y evitamos pronunciar esa palabra concreta cuya definición encaja perfectamente con el concepto que queremos transmitir. Es como si fuese tabú o estuviese maldita. Nos pasa con enfermedades, con estados del ánimo, con catástrofes, con situaciones sentimentales y prácticamente con cualquier cosa que resulte incómoda. Mi experimento consistía en intentar detectar qué palabra era la más repetida en todas esas conversaciones que tuve ayer y esa palabra.para mi sorpresa, fue “mañana”.

Dice Joan Manuel Serrat que “mañana” no es más que un adverbio de tiempo. Y tiene razón. O así debería ser. ¿Pero lo es? No lo tengo tan claro. Me temo que nuestra realidad cercana lleva tiempo planteándolo de un modo diferente. De hecho, ni siquiera hablábamos todos de lo mismo. Para unos “mañana” es la forma de olvidarse del hoy. Para otros es la forma de llevarse el debate un sitio imaginario en el que, precisamente por ocurrir mañana, las reglas son distintas. Hay quien utiliza la palabra como sinónimo de esperanza y otros la manejan como una forma de viajar hasta ese lugar  socorrido (e inútil) en el que uno se puede pasar la vida teorizando sobre lo que ocurriría si… Hay quien incluso usa la idea como un salvoconducto para construir muros de certeza sobre un suelo pavimentando en incertidumbre. Para unos “mañana” significa un día menos y para otros un día más; algunos lo ven como el final y otros lo ven como el principio.

Hace una semana, el miércoles pasado concretamente, me fui a la cama (muy) feliz. Era mi primer día recluido en casa, pero también fue el día en el que el Atlético de Madrid derrotó al Liverpool en Anfield; un partido que quedará para siempre en mi memoria y que funciona francamente bien como metáfora de estos tiempos tan confusos que nos está tocando vivir. Y no lo digo yo, que es obvio que no puedo (ni quiero) disimular mi filiación; lo dice Alessandro Bonan, periodista italiano de Il Foglio, que utilizó la hazaña colchonera como ejemplo de lo que debería hacer el pueblo italiano para salir de la crisis (se puede leer aquí en italiano). Los colchoneros éramos las personas más dichosas del planeta tierra esa noche, pero no tardaron en aparecer las voces que nos alertaban del error que estábamos comentiendo al ser felices por algo que valía tan poco. Voces que teóricamente hacían lecturas maduras y eminentemente sensatas sobre lo que acababa de ocurrir. Que si sólo era un juego; que si no se había ganado nada (porque eso, en todo caso, ocurriría mañana); que faltaba mucha competición por jugar (es decir, mañana de nuevo); que a lo mejor (mañana) cancelaban la competición y aquello no habría servido...

¿Hacerme feliz es "nada"? ¿Sólo se puede celebrar el final? ¿Sólo se puede celebrar lo que se "gana"? No lo tengo tan claro. Es más, si lo pienso bien, ese mismo planteamiento, llevado hasta sus últimas consecuencias, puede ser una trampa mortal. Con esa lógica nunca existirá algo que sea susceptible de ser celebrado con cierta legitimidad. No, porque cuando mañana se gane algo habrá que empezar a sufrir por ganar lo que todavía no se tiene (y siempre habrá algo que no se tiene). O peor, habrá que sufrir porque otros tienen más que tú y eso significa que lo tuyo no es suficiente. O peor, aun siendo el que más tiene, habrá que sufrir por no tenerlo todo.

Curiosamente (o no), esa es exactamente la forma en la que opera la economía capitalista. Así es cómo piensan sus pastores, sus creyentes y sus cuerdos seguidores. Uno no vale por lo que es sino por lo que los demás (el mercado) dicen que vale. O peor, uno vale lo que las previsiones de los demás dicen que vas a valer. El sistema se mueve entre presentimientos y conjeturas que muchas veces están construidas por el propio sistema. Las certezas son siempre cosas del pasado y por tanto inútiles. El ayer no existe y el hoy es irrelevante. Sólo cuenta ese mañana que todavía no es real (y que seguramente nunca lo será). Y por supuesto, indefectiblemente, siempre hay que crecer porque si no creces, aparentemente, te mueres. Conformarse con lo que se tiene, además de ser algo de cretinos, es un gran enemigo de la rentabilidad. Nada debe ser nunca suficiente. Y por supuesto, fundamental, que cada palo aguante su vela. Más, más, más. Yo, yo, yo.

Desconozco porque hemos construido la economía (y la sociedad) sobre una idea tan tóxica, tan enfermiza y tan poco social, pero me niego a entender mi vida (o mi afición al Atlético de Madrid, que es lo mismo) de esa manera. Me niego a que pensar en el mañana me impida disfrutar de lo que pasa hoy. Me niego a no poder ser feliz renunciando a querer más. Soy capaz de resignarme a que sean los demás (el mercado) los que determinen lo que valgo, pero me niego a permitir que sean esos mismos los que me digan de qué (y de qué no) me puedo alegrar. Y me niego igualmente a tener que vivir acobardado por la amenaza de un mañana que nadie conoce. Cuando Ryan Gosling acudió al casting de “El diario de Noah” lo hizo porque el director buscaba alguien “que no fuese guapo”. Cuando el sorteo de Champions emparejó al Atlético de Madrid con el campeón de Europa el mercado dio por hecho cómo sería el día de mañana y empezó a actuar en consecuencia. Y se equivocó, claro.

Así que no, no voy a preocuparme hoy por ese mañana que vete a saber cómo es. Decía Eduardo Galeano que existe un único lugar donde ayer y hoy se encuentran, se reconocen y se abrazan, y que ese lugar es mañana. Allí estaré si tengo que estar. Pero no antes, ni después.


Tomorrow Never Knows – The Beatles (1966)

 

Día 3

martes, 17 de marzo de 2020

The sound of fear.

Ayer me levanté de la cama como si un aplicado duende hubiese estado toda la noche metiendo bolitas de serrín debajo de mis párpados. No era una sensación nueva, porque desgraciadamente mis corneas, como mi orgullo, suelen inflamarse de vez en cuando sin razón aparente, pero pensé que aquello era (claramente) un síntoma de ese virus que nos tiene encerrados en casa. Y me asusté, claro.

El miedo es gratuito, irresponsable y muchas veces no se corresponde con una secuencia lógica o determinística, de esas en las que cualquier efecto tiene su causa. Lo sé; igual que sé que el miedo, sensato o no, es siempre aterrador. La parte racional de mi mente, esa que lleva años entrenándose en el jugo de las ciencias puras, me decía que aquello que pasaba por mi cabeza no tenía base lógica alguna; la otra parte, esa en la que mi forma de pensar se asemeja más a la de un pastor pentecostal de las llanuras de Iowa que curan el mal de ojo con plegarias y veneno de serpiente, decía que me tomase la temperatura.

El entorno no ayuda mucho tampoco. Vivimos en la era de la sobreexposición informativa y eso no sé si es bueno o es malo. Llevamos varios días en los que todo ese nutrido arsenal de información que nos llega desde todos los flancos se comporta como un reel irlandés; una secuencia infinita de compases musicales, repetidos una y otra vez a toda velocidad, en los que se introduce un pequeño matiz en cada vuelta haciendo que todo vuelva a ser distinto. Si ayer hubiese mirando en algún lugar de la extensa colección que existe de: “recomendaciones a seguir durante la crisis”, “diez cosas importantes que deberías conocer”, o “cómo actuar en caso de”, estoy seguro de que en algún lugar hubiese encontrado que los ojos rojos y secos, junto a una molesta sensación de picor, resulta ser uno de los síntomas más evidentes.

No lo hice, pero hice algo mucho peor: salir a la calle. No por una necesidad real, sino por esa especie de adicción irracional que tengo a tomar pan del día. El panorama resultó desolador. Me sentía como Juan Salvo caminando por las calles de Buenos Aires en El Eternauta. Solamente faltaba la nieve luminiscente y la silueta de algún cascarudo para creerme que estaba a punto de llegar a la Avenida General Paz y tener que participar en la batalla definitiva contra el mal. Un extraño zumbido, constante y sereno, había ocupado el lugar que antes ocupaba el ruido que produce una ciudad viva. Era como una brisa que vibraba en lugar de moverse. No había gritos, ni derrapes, ni conversaciones, ni risas, ni reproches. No encontré una sola persona a tiro de vista.

Pero sí me cruce con una al girar la primera esquina. Era un tipo joven, al menos más joven que yo, que llevaba la barba cuidada y las manos metidas en los bolsillos. Nuestras trayectorias estaban trazadas sobre dos líneas paralelas que estaban lo suficientemente separadas como para no tener que preocuparnos por esos dos metros de rigor, pero sé que los dos hicimos el cálculo mental. ¿Por qué? Pues porque en ese momento éramos el enemigo. Al cruzarnos, avergonzados seguramente por ese miedo estúpido y cruel que nos transformaba en animales, decidimos agachar la cabeza para evitar que nuestras miradas se cruzasen. Lo hicimos los dos, claro. Como si ninguno estuviésemos allí. Me dio mucha vergüenza.

Al entrar en casa me sentí como un ingeniero volviendo de la planta de Chernobyl. Me picaba y me dolía todo. Me fui a twitter intentando desviar la atención en algo distinto y me topé con una cuenta que sube fotos antiguas de Béisbol. Y bendito sea el juego de pelota. Por alguna razón eso hizo que me acordase de una escena de Moneyball y la parte racional de mi cerebro volvió encender ese cartel que dice que no se puede vivir con miedo, y que nunca debería tener apagado. La escena es muy conocida y hace referencia a un caso real. Jeremy Brown, cátcher de 110 kg de los Athletics de Oakland, era un jugador defensivo que, consciente de su peso y de su cuerpo, no solía correr más allá de la primera base cada vez que acertaba a batear. Un día golpeó más fuerte de lo normal y la inercia le hizo pasarse esa primera base en la que se sentía seguro; pero el miedo le hizo recular y tirarse al suelo para volver arrastrándosea ella. El miedo fue también lo que le impidió darse cuenta de que había golpeado tan fuerte a la pelota que la había sacado del campo. Es decir, había hecho jonrón (así lo escriben los hermanos latinos), y podía caminar por encima de todas las bases sin prisa, antes de anotarse una carrera. La escena es emocionante y clarificadora, y se puede ver aquí.

Así que cambie de actitud, de cara y de disfraz. Los ojos ya no molestaban tanto; o sí, pero empecé a creer que no. Intenté concienciarme de que es más fácil recibir respuestas agradables cuando tus preguntas también lo son; que es más fácil vivir en un entorno positivo cuando tú tambien intentas que lo sea. Y sí, sé que es mucho más fácil de decir que de hacer, pero había que intentarlo. Entre otras cosas porque no tengo algo mejor que hacer.

Decía Aldous Huxley que “el amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”. Aldous Huxley tenía en los ojos algo más que blefaritis, que es lo que tengo yo, pero es que además sabía lo que decía.


 The sound of fear – Eels (2000)


 

Día 2

lunes, 16 de marzo de 2020

Everybody's talkin'

Cuando ayer a las ocho de la tarde me asomé por la ventana para aplaudir, volví a encontrarme con la mayoría de mis vecinos. No hubo consignas, ni gritos patrióticos, sino un prolongado aplauso emocionante que sonó sincero y cariñoso. Fue tan largo, que me dio tiempo a pasar la vista por todas las esquinas del patio. Me pareció extraño, y a la vez reconfortante, comprobar que un cúmulo de casualidades había hecho que esa mezcla imposible de personalidades nos hubiésemos reunido allí en ese momento.

En la ventana que está justo enfrente a la mía había una señora, aproximadamente de mi edad (¿una chica?), que aplaudía junto a una niña pequeña. Al verme que las estaba mirando, y no sé bien por qué, comenzaron a saludarme sonriendo, como si me hubiesen reconocido. Devolví el saludo instintivamente y la sonrisa de su cara se trasladó también a la mía. Fue como un chiste interno o una broma silenciosa de la que nadie más se dio cuenta. Sin decirnos nada, de alguna forma, mantuvimos una especie de conversación que los tres entendimos perfectamente. Fue algo completamente distinto a esa monotonía que últimamente se ha hecho tan fuerte y que tanto se parece al enemigo. La anécdota se me quedó pegada durante un buen rato. Agradecí que me hiciera sonreír en un día en el que no tuve muchas más oportunidades de hacerlo. Pero lo más curioso del asunto es que, a pesar de que llevo diez años viviendo en esta casa, no sé quién es esa mujer, ni quién es esa niña.

Cuando volví al sillón me acordé de una frase de Aristóteles que llevaba recordando durante todo el día; con cada llamada de teléfono; con cada video que llegaba por whatsapp con algún ingenioso conciudadano haciendo humor de una situación tan poco proclive a ello; con cada videoconferencia grupal entre amigos; con cada prueba gráfica de algún anormal saltándose el estado de emergencia; con cada gesto solidario de un personaje anónimo; con cada estupidez de algún político absolutamente perdido, de esos que confunden ideas con odio, o que han sustituido identidad con veneno. Según Aristóteles, si los ciudadanos practicasen entre sí la amistad no tendrían necesidad de la justicia. Y tenía razón, por mucho que no hayamos sido capaces de comprobarlo más de veinte siglos después.

Ayer me di cuenta de que el ser humano, lo quiera o no, es un ser social. Que incluso en situaciones en que el aislamiento es una cuestión de extrema necesidad necesitamos estar en contacto con nuestros semejantes y especialmente con nuestros semejantes más cercanos. Aunque estén a varios kilómetros de distancia tomándose la temperatura cada quince minutos. Bueno, especialmente en esos casos. Y créanme, sé de lo que hablo. Ayer fundí la batería del móvil hablando por teléfono, escribiendo mensajes, viendo vídeos y haciendo eso tan útil, y tan raro de ver, que es escuchar. Porque uno puede sentirse completamente solo en mitad un estadio de fútbol y puede sentirse completamente arropado en un apartamento de treinta metros cuadrados con vistas al patio interior. A veces basta un poco de voluntad, corazón y una buena wifi. Ya lo dijo Cesare Pavese; todo el problema de la vida es éste: cómo romper la propia soledad, cómo comunicarse con otros.


Harry Nilsson – Everybody’s talkin’ (1969)


 

Día 1

domingo, 15 de marzo de 2020

Through the window pane

El presidente del Gobierno declaró el estado de Alarma ayer por la tarde. No sé exactamente qué significa eso, ni qué consecuencias tiene y seguramente nadie lo sepa, pero no suena bien. La idea es que todo el mundo se quede en su casa, que es lo que llevo haciendo desde que el miércoles dijeron que era eso lo que había que hacer. Independientemente de lo que pensase, de mis ideas sobre el capitalismo, la libertad individual o los goles de Llorente en Anfield, parecía lo más sensato ya en ese momento.

¿Hacía falta quedarse en casa? Hacía falta. Ayer por la mañana, horas antes de que el Presidente saliese con aspecto de Independence Day para ordenarnos hacer lo que antes sólo se recomendaba, el aparcamiento de La Pedriza, precioso paraje madrileño, como si fuese un magnífico día de primavera temprana, estaba a rebosar. ¿Por qué? No lo sé. Es difícil interpretar lo que pasa por el imaginario colectivo de tanto iluminado. Imagino que la casuística será tan variada como aristas tiene ese nuevo egoísmo contemporáneo que ha traído el bienestar.

El caso es que conozco (de lejos) a alguien que ayer subió a la Pedriza y no me sorprendió saber que lo había hecho. Digamos que daba el perfil. Su justificación tampoco es especialmente original. Al parecer, estaba convencido de que estaría solamente él en la sierra. Es decir, pensó que todo el mundo haría lo correcto para que él, gracias a su extrema inteligencia, pudiera disfrutar de tanto talento. Es un soldado aventajado en esa lucha diaria, tan autóctona, por ser el más listo. Es el mismo fenómeno que ocurre cuando alguien ve una larga fila en una salida de la M-30 y decide avanzar hasta el final de ella para meter el morro de su coche recién lavado evitando así, con otro golpe de ingenio, hacer lo que hace el resto de idiotas. 

Pero pocos minutos después de que el Presidente anunciase la nueva situación, las ventanas de mi urbanización se llenaron de gente aplaudiendo. Alguien había tenido la idea de hacer algo así, como agradecimiento al personal sanitario que está luchando en condiciones límite contra el COVID-19, y las redes sociales se encargaron de propagarlo. No apostaba un euro por el éxito de la operación, pero demostrando una vez más lo malo que soy apostando hubiese perdido. Me emocionó casi tanto como me sorprendió, porque cuarenta y ocho horas antes de aquella oda a la solidaridad, lo que yo veía desde la ventana era cómo parte de esa misma gente aprovechaba las zonas comunes para hacer picnics improvisados, hablar acaloradamente intercambiando risas y saliva, mientras sus hijos, sudorosos ellos, se abrazaban con ardor después del último un gol de un partido improvisado. 

Imagino que somos así. Para lo bueno y para lo malo y que con esas cartas tenemos que jugar. Así que mientras los políticos parecen tipos que hubiesen llegado sin disfraz a una fiesta de disfraces, mientras los periodistas se replantean ahora el uso de expresiones que llevaban usando durante días, mientras Twitter se llena de luchas encarnizadas en torno a microdramas que a nadie le interesan, mientras el Ayuntamiento de Madrid saca drones con altavoces por la zona de Madrid Río para avisar a la gente que, por si no lo sabían, no se puede estar por la calle de fiesta, mientras la gente, así en abstracto, ha terminado con las existencias de papel higiénico, mientras intentamos encontrar un aplicación que nos permita hacer una reunión familiar telemática, y mientras nos ponemos a prueba en una situación pseudoapocalíptica que era difícil de anticipar hace pocos meses, la vida sigue y a un puñado de humanos (médicos, personal de enfermería, dependientes de tiendas de alimentación, personal de limpieza, personas con dolencias respiratorias, autónomos que viven al día…) les has tocado lidiar con la peor parte, mientras al resto nos toca quedarnos quietos mirando por la ventana.

A ello me pongo.


The Guillemots – Through the window pane (2006)