Día 30

lunes, 13 de abril de 2020

Shake those windows.

Miro por la ventana y me parece mentira que haya pasado un mes. La mañana sigue siendo joven y está lloviendo. Es esa lluvia fina que también ha estado ahí otros días. Esa que hay que enfocar la vista en algún fondo oscuro para poder notar que está cayendo. El silencio, otro que siempre está ahí, es ahora mismo mucho más potente de lo que será luego cuando las persianas se muevan y todas esas ventanas que ahora están cerradas, y que parecen iguales, vuelvan a menearse. Cuando vuelvan a recordarme que detrás de cada una de ellas existe un universo tan rico y complejo como el mío.

En algún momento del días volveré a ver esas caras que ya se han hecho recurrentes. Esa madre y esa hija, zurdas las dos, que viven solas y que parece que no tienen sitio para una sonrisa. Ese señor brillante y sin pelo que, por otro lado, siempre está sonriendo; cuando fuma, cuando toma el sol sin camiseta o cuando simplemente se dedica a mirar. Esa señora mayor que parece que hace tiempo que perdió sus recuerdos y que otra señora, latinoamericana en este caso, tiene que recordárselos cada día. El señor que barre la cocina con camisa planchada y pantalones de pinzas, y que suele cerrar la ventana justo en el momento en el que la mayoría salimos a aplaudir. Esa chica, que no tiene reparos en asomarse con bata o una toalla anudada en la cabeza, que no la conozco y que me cae bien. Esa otra que todos los días hace su tabla de gimnasia. Esos niños que han llenado de dibujos los cristales de su casa, o esos otros que todas las noches se asoman a la misma hora buscando algo que seguramente no encuentran. Esa señora que riega todos los días unas plantas que son tan bonitas que parecen de plástico. Esa adolescente invisible que todos los días se empeña en percutir los cimientos de la finca con el subwoofer de una potente cadena de música que maltrata con música electrónica de la peor calaña. Esa pareja que siempre aparece cogida de la mano. Ese chico que siempre saluda sin que nadie sepa exactamente a quién, ni por qué.

No, no parece que haya cambiado mucho el panorama en todo este tiempo. Ni siquiera creo que sea una época que vaya a quedarse dentro de mi cabeza con vocación de durar mucho tiempo. El día a día, me refiero. No creo que sea capaz de conservar con suficiente fidelidad esa sensación tan rara que se ha instalado en mi cabeza y en mi cuerpo. Esa intranquilidad constante que es difícil saber de dónde viene. Ese dolor de cervicales que es la firma de autor de la consiguiente inactividad. El pelo largo que no para. La barba que se reproduce imparable. La sensación que deja en el alma una larga espera que sigue sin tener fecha de vuelta. Las películas que no entran. Las canciones que no salen. Las ideas que se retuercen en el cerebro en una suerte de ejercicio cansando e inútil. Las rutinas estúpidas. Las rutinas que no son tan estúpidas. Las horas que se marchan sin haberse despeinado. Las horas que nunca terminan de marcharse. Pareciera un sucedáneo de verano que en realidad ni siquiera lo es. Uno en el que es imposible mantener la concentración cuando te molestan cada cinco minutos. Uno en el que tú también molestas cada cinco minutos la concentración de otros. Uno sin fotos, ni anécdotas, ni vídeos recuerdo. Uno que se vive sin saber cómo acaba, ni dónde estarás después.

Miro por la ventana y veo el suelo de grafito. Los pasillos de terraza. Los desagües trabajando. Las jardineras silenciosas. Las puertas cerradas. las flores que han mantenido la dignidad durante todo este tiempo. El agua que fluye a través de un azul que es mentira. El jardín solitario. Esas hojas que apenas se mueven porque aquí dentro la brisa se transforma en una categoría de suspiro que es inofensiva. Nadie camina, por supuesto. Mucho menos a estas horas en las que muchos están todavía arañando minutos a ese sueño presuntamente reparador.

Hoy el gobierno ha levantado una de las restricciones de movilidad que teníamos encima. Miles de personas tienen previsto volver al trabajo para intentar reactivar esa economía que dicen que está muerta y que será la que, al parecer, cercenará nuestra vida cuando volvamos a ser capaces de abusar de ella. Los ratios de fallecimientos y contagios han disminuido considerablemente, y aunque siguen sin estar en una situación de seguridad, parece que ya no hay vuelta atrás. Me temo que hoy nos montamos en la rampa de salida por mucho que, llegado el día, sigamos sin poder quitarnos la incertidumbre, las reservas o el miedo.

Así que esperaré pacientemente mi turno desde el mismo sitio en el que he estado todo este tiempo. Aquí, al lado de la ventana. Esperaré la llegada de ese día en el que vuelva a vestirme con ropa de salir a a la calle y pueda ponerme a pedalear. Lo haré intentando conservar la calma y las energías. Escondiendo la ira. Enseñando la mirada. Tratando de encontrar razones y preguntas, que por otro lado es lo que hago siempre. Intentando hacer eso que nunca hago, que es contar hasta diez antes de tirarme a la piscina. Trataré también de limpiarme el cinismo cada noche para evitar que se acumule. Seguiré viendo cómo se menean las ventanas desde detrás de la mía, pero a partir de ahora lo haré en silencio.

Shake those windows - Athlete (2003)

 

Día 29

domingo, 12 de abril de 2020

Everything flows.

Me explicaron una vez que cualquier cuento se reduce siempre a una frase muy sencilla: a alguien le pasa “algo” y eso hace que vea el mundo de forma diferente a partir de ese momento. Parecería lógico pensar que en este cuento del Covid-19 que nos ha tocado vivir ese “algo" es precisamente la aparición del dichoso virus, pero no creo que sea tan sencillo. No, porque el cuento del Covid-19 es en realidad la superposición de miles y miles de cuentos, algunos alegres y muchos tristes, en los que, desgraciadamente, cada uno tiene su propio “algo” particular.

Confieso que en el transcurso de estos últimos días he perdido ese optimismo que irradiaba durante las primeras horas. Esa fe en el colectivo. Esa sensación de que la vida cambiaría para mejor y de que entenderíamos como sociedad la necesidad de vivir de una forma más humana; que nos olvidaríamos de los callejones oscuros (y estupefacientes) del capitalismo para centrarnos un poco mejor en lo que verdaderamente es esencial; que intentaríamos estar más juntos ahora que estábamos obligados a vivir separados; que controlaríamos mejor enfermedades como la soberbia, la envidia o el egoísmo que nos habían llevado hasta el lugar en el que estábamos. En definitiva, que nos haríamos mejores personas.

No creo que vaya a suceder nada de eso. No lo sé (nadie lo sabe), pero no lo creo. Mi inocencia primigenia intuía que un hecho tan radical como que la inmensa mayoría de la gente tuviese que estar encerrada en su casa por un cuestión de vida o muerte era motivo suficiente para que todos los que pasásemos por ello lo hiciésemos desde una perspectiva común. No tengo tan claro que eso sea así. Ni siquiera creo que todos coincidamos en la razón por la que estamos en casa y en lo que eso significa. Mientras uno echa de menos a ese familiar del que ni siquiera a podido despedirse, otro está pensando en la forma de escaparse para irse de fiesta. Mientras uno elucubra sobre el sexo de los ángeles desde la tranquilidad de una nómina que llega todos los meses, otro se rompe la cabeza ante la perspectiva de un nuevo mes sin ingresos. Y seguramente todos tengan su parte de razón.

La sensación que tengo ahora mismo, mirando desde esta minúscula ventana que abrí hace un mes, es que todo ha vuelto al lugar en el que estaba. Que nunca se ha marchado de ahí, en realidad. Me temo que nada, ni nadie, ha cambiado de forma activa o voluntaria, sino que, como mucho, nos hemos adaptado a una situación que nos ha venido forzada. Es decir, hemos intentando replicar el viejo mundo en el nuevo sin que los cambios se notaran demasiado. Es aventurado sacar conclusiones tan categóricas y es poco razonable estimar ahora lo que pueda ocurrir mañana, pero es que yo no estoy hablando de lo que pueda pasar mañana sino de lo que está pasando hoy.

Nos hemos acostumbrado. Así de simple. Y no, no somos el colectivo dinámico y cargado de ilusión que parecíamos al principio cuando salíamos al balcón a cantar y nos tirábamos besos. Somos un conjunto de personalidades laminadas durante años de rodillo, que conforma una sociedad recelosa y extremadamente conservadora, temerosa de los cambios y demasiado pendiente (y dependiente) de los que van marcando el camino. Pasado el caos inicial, en la televisión salen los mismos de siempre, haciendo lo mismo de siempre y diciendo lo mismo de siempre. En la radio ocurre exactamente lo mismo. Y en los periódicos. Y en las tertulias. Y en los foros de whatsapp. No ha surgido nada nuevo. Ni una sola figura relevante que antes no estuviese. Los políticos también son los mismos y vuelven a discutir por lo mismo de siempre, de la misma forma de siempre. Ninguno hace algo mal (o bien, según los casos). Tampoco parece que por ese lado haya sitio para nuevas voces, nuevas ideas o nuevos modos. Los votantes que antes replicaban a sus representantes desde la barra del bar lo hacen ahora desde el teclado del teléfono. En el fondo, nada ha cambiado. Los profundísimos artistas que ahora nos alegran desde un precioso salón son los mismos que ya nos alegraban desde grandes recintos. Curiosamente, siguen estando igual de lejos. El resto de artistas siguen sin existir. El vecino de la guitarrita sigue siendo el vecino de la guitarrita y lo seguirá siendo por mucho tiempo. Escritores, bancos, actores, empresarios, profesores, futbolistas… todos son los mismos diciendo exactamente lo mismo.

Durante los primeros días de confinamiento me dediqué a llamar a mucha gente. Quería saber cómo estaban porque era eso lo que me pedía el cuerpo. Al otro lado de la línea había gente con la que hacía siglos que no hablaba e incluso llamé a personas con las que oficialmente estaba enfadado. Me hizo sentir bien. Mejor persona, incluso. Lo seguí haciendo hasta que un día me di cuenta de que nadie de ese mismo colectivo me había llamado a mí en todo ese tiempo. Y dejé de hacerlo. Y no me siento orgulloso de ello, porque el espíritu no era ese, pero es que no me sale hacer otra cosa.

La primera entrada de este blog pasó de las mil lecturas. La segunda tuvo incluso más. Me puse muy contento y con toda la ingenuidad del mundo volví a creer en algo en lo que hacía mucho tiempo que no creía. Hace quince días que las lecturas no llegan ni a diez. Y la alegría se ha ido, lógicamente. Y ya no creo en eso que creí durante un rato. Y sí, sé que debería darme igual, pero es que no puedo.

Todo fluye, nada permanece, que diría Heráclito de Éfeso.


Everything Flows - Teenage Fanclub (1990)

 

Día 28

sábado, 11 de abril de 2020

Sit with the Guru.

En los paquetes de medidas económicas que el gobierno ha anunciado en las últimas fechas, y que no dejan de ser formas, más o menos ingeniosas, de repartir dinero entre los colectivos afectados, no se ha mencionado ni definido un plan específico para la “cultura”. Como consecuencia de esto, “el mundo de la cultura” ha solicitado un parón cultural (no tengo muy claro qué significa exactamente) que ayude a reivindicar la precaria situación del “sector”.

Hay varias expresiones del párrafo anterior que aparecen entrecomilladas. No lo están con ánimo de ironizar, que podría ser, sino porque sinceramente tengo serias dudas de que todos estemos entendiendo lo mismo.

Por partes. Que la mayoría de la gente que vive de la industria de la cultura (que me parece una expresión más fácil de entender) está en un situación crítica, es un hecho irrefutable. Si es imposible organizar conciertos, o abrir cines, o representar obras de teatro, o si alguien, sin contar con el autor, ha decidido que todos los libros se lean gratis, parece evidente que es igualmente imposible vivir de cualquiera de esas actividades. Y ojo, no estoy hablando de Alejandro Sanz o de esa joven actriz, monísima, que sale por la tele y está convencida de ser la única que conoce a Tennessee Williamn. No, estoy hablando de mis amigos Teno y Pepe que hace un mes que no puede representar su espectáculo sobre chicas, ciencia y música, cuando esa es su forma de vida; o de mis amigos músicos que viven de tocar en conciertos para gente que en ocasiones no sabe tocar; o de magos; o de guionistas, de cámaras, de representantes, de técnicos de luces o de ayudantes de producción que se encuentran nerviosos y a la espera de ponerse a trabajar, lo que no parece sencillo. Son dramas muy reales; tanto como los del que tiene un club de tenis, o una papelería, o es albañil, o trabaja de guía turístico.

Ya, pero la cultura es especial, dirán los del “mundo de la Cultura”. Y creo que tienen razón; pero antes deberíamos ponernos de acuerdo en los conceptos de los que estamos hablando. Ramón y Cajal, por ejemplo, decía que al carro de la cultura española le faltaba la rueda de la ciencia. Entre otras ruedas, diría yo. ¿Quiénes conforman “el mundo de la cultura”? ¿Dónde empieza y acaba ese “sector”. ¿Quién es el que maneja la puerta y el que decide quién pasa y quién no pasa? Es más, ¿qué es cultura?

Así es cómo se define en la RAE:

2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.

Pues fíjate que me temo que ahí dentro hay muchas más cosas y mucha más gente de la que “el mundo de la cultura” deja entrar.

Yo, por ejemplo, tengo más de cien canciones registradas, he publicado sietes discos, he tocado en todas las comunidades autónomas y en varios país, he publicado artículos y un libro de cuentos de ficción, he colaborado en cortos, en documentales y espero seguir haciéndolo; he participado en proyectos de investigación y una vez, en París, me presentaron en una conferencias como científico. Curiosamente (o no) “el mundo de la cultura” no me incluye en el mundo de la cultura. Al menos, yo nunca he tenido la sensación de que me incluyeran. Para ellos soy… otra cosa. Algo que tampoco les preocupa mucho porque, simplemente, no soy de ellos. Tengo discos grabados y novelas escritas que ni siquiera han llegado a las puertas de ese mundo por mucho que lo haya intentado. Alguien podría decir, con todo el sentido del mundo, que eso es porque todo lo que hago es una mierda y que no interesa, que podría ser, pero es que mi drama es que ni siquiera lo sé. Nadie se ha molestado de comprobarlo.

“El mundo de la cultura” lleva muchos años pavimentado de una forma tan especial (excluyente es otra expresión que podría valer), que en el fondo tiene poco que ver con el concepto de cultura y mucho con el de hacer dinero (o amigos, que muchas veces es lo mismo). Por eso me hace gracia lo de reivindicar la pureza del concepto y salirse del mercado sólo cuando vienen mal dadas.

Personalmente sé que podría insistir en participar de la fiesta. Podría jugar a la noche o al elogio gratuito; acercarme a los goznes que hacen girar ese mundo mágico para que algún día, con un poco de suerte, me dejen disfrutar de alguna miga que se les caiga. Podría malvivir en la puerta, llamar cada noche y tratar de integrarme en esa especie de ritual de logia que hay que seguir para ocupar alguna esquina del “sector” desde la que poder ver, de lejos, lo que pasa dentro. Mi problema es que desgraciadamente tengo que comer todos los días.

Durante siglos la cultura ha estado controlada por mecenas, filántropos y millonarios. Durante siglos generar cultura ha sido una tarea restringida a protegidos, a niños de papá con la vida resuelta y tiempo para pensar, a idealistas que que no podían vivir de su arte o a peregrinos del lumpen. Me temo que en pleno siglo XXI no ha cambiado mucho la cosa. No lo hizo en los tiempos de vino y rosas, ni creo que lo haga ahora en tiempos de crisis.

Sit with the Guru - Strawberry Alarm Clock (1968)

 

Día 27

viernes, 10 de abril de 2020

Something to talk about.

Acabo de leer que la portada de la revista Vogue en Italia es hoy una página en blanco. Me parece ingenioso, rotundo y acertado. Evidentemente se trata de un símbolo, y como tal es interpretable, pero resulta tan contundente que no creo que resista interpretaciones muy dispares. ¿Qué podría salir ahora mismo en la portada de Vogue sin que parezca un chiste? ¿Cómo se puede vender fantasía en un panorama apocalíptico como el que tenemos? Más que difícil, que lo es, el problema es que hasta podría resultar de mal gusto. En el fondo no deja de ser una paradoja, porque la fantasía es fantasía siempre; lo era antes y lo es ahora. Sin embargo, y por alguna razón que no siempre es tan evidente, hay momentos en los que nos funciona como distracción, otros en los que lo hace como estupefaciente, y otros, que es seguramente lo que está ocurriendo ahora mismo, que no nos sirve para nada.

Leía el otro día a un escritor español reflexionar sobre el panorama de la narrativa una vez pasada la crisis. Aunque no dejaba de ser una pura especulación, otra más, el autor apostaba por una situación en la que las editoriales buscarían por un lado historias sobre pandemias y crisis mundiales (es decir, relatos inmersos completamente en la realidad cotidiana que contamina todas nuestra conversaciones) y por otro historias, preferiblemente optimistas, que describan mundos completamente alejados del que vamos a tener que pisar. Es decir, que nuestra demanda de ficción también nos hará irnos hacia los extremos. O buscaremos que nuestra fantasía se centre en lo mismo que ya se centra nuestra realidad, o buscaremos que nos lleve al lugar más alejado posible.

Tiene sentido. De hecho, creo que es lo que ya me está pasando a mí. Hay varias series de televisión que me han pillado en mitad de toda esta historia y me sirven como laboratorio de ideas para intentar entender lo que me ocurre por dentro. La violencia gratuita y la crueldad extrema que me fascinó en los primeros capítulos de “Devs” (por ejemplo), ahora, en el capítulo que vi ayer, me provoca una desazón que me cuesta tolerar. Resulta muy curioso, sobre todo cuando estamos hablando de ficción. Estoy notando que ahora me genera rechazo fantasear con realidades demasiado cercanas a la mía. No me las creo. Todo aparece tamizado con algo que antes no estaba. Es como si ahora notase todos los fallos que antes no veía o como si los chistes hubiesen dejado de tener gracia de repente. Y eso, inconscientemente, hace que me aleje.

Estoy leyendo un libro que se desarrolla justo después de la segunda guerra mundial y también la autobiografía de un cantautor que me encantaba cuando yo era un adolescente. Las dos últimas películas que he visto son una de 1950 (El último caballo) y otra de 1937 (Dejad paso al mañana). Con el paso de los días me he dado cuenta de que únicamente soy capaz de concentrarme en cosas que no me resultan cercanas. ¿Qué me está pasando?

El presidente del gobierno anunció ayer que es probable que se prolongue el estado de alarma un par de semanas más. Eso nos mete de lleno en el mes de mayo. Nunca he intentado anticipar el final del encierro. Soy un fiel seguidor de la filosofía del “partido a partido” que ese gurú contemporáneo llamado Diego Pablo Simeone nos ha enseñado a los colchoneros y me parece un gran acierto eso de eliminar las expectativas sobre situaciones en las que tienes poco (o ningún) control. Es mejor limitarse a vivir el día a día lo mejor posible porque en realidad, cuando no tienes capacidad para influir, eso es lo único que puedes hacer.

Aunque me agobia esa sensación de vivir en un mundo que está parado, lo cierto es que no llevo mal lo de estar en casa. De hecho me gusta bastante. Estoy relativamente bien, pero noto que mi cabeza empieza a parecerse a la portada de Vogue. Ya no sé qué decir, qué escribir o qué pensar sin que todo me suena a fantasía de otro tiempo.

Y por eso he cambiado el título del blog.

Y ahí se quedará.

30 días son muchos días.


Something to talk about - Badly Drawn Boy (2002)

 

Día 26

jueves, 9 de abril de 2020

The end of faith.

La portada del diario El Mundo de ayer fue una fotografía del Palacio de Hielo convertido en improvisada Morgue. Docenas de ataúdes se agrupaban de forma regular, casi militar, en una sala fría y desolada. Era seguramente la primera vez desde que comenzó la crisis del Covid-19 que un medio importante mostraba de una forma tan gráfica (y tan cruda) algo que por otro lado sabíamos que estaba sucediendo.

La portada ha generado una agria polémica entre profesionales y no profesionales de los medios de comunicación (aunque reconozco que cada vez me cuesta más distinguir a unos de otros). El debate es muy interesante desde cualquier punto de vista, pero desgraciadamente, como tantas otras veces, ha terminado reduciéndose al único punto de vista que no me interesa en absoluto: la militancia política irracional. Los más críticos con esa “desfachatez” y falta de “escrúpulos” han sido precisamente los mismos que hace cuatro días justificaban como absolutamente necesario la publicación de escenas terribles tras los atentados del 11-M (tragedia gestionada “casualmente” por un gobierno de distinto color). Huelga decir que los más ardientes defensores de la decisión de El Mundo han sido precisamente los mismos que en aquella ocasión se quejaron amargamente de la “desfachatez” y falta de “escrúpulos” de los que habían decidido publicar aquello.

No me interesa nada (cada vez menos), esa pelea de hooligans que se reproduce todos los días en los mismos términos en torno a casi cualquier estupidez. No sólo me aburre hasta la extenuación sino que me resulta inútil. Mis ideas políticas, que las tengo, y muy marcadas, no se ven reflejadas normalmente en esa reyerta de navajeros. Pero sí me interesa (y mucho) el dilema de fondo; la reflexión que hay detrás de todo esto. Me interesa mucho porque, a diferencia de los protagonistas de la actualidad, de la gente que sale en las tertulias o de la mayoría de tuiteros, yo no lo tengo tan claro.

De hecho yo mismo tengo que enfrentarme con esa disyuntiva todos los días. No sé cómo actuar de cara al exterior. No sé si es mejor sonreír y tratar que otros sonrían, o guardarme los chistes por respeto al dolor de los que lo están pasándolo mal. Nunca tengo claro si debo hacer un comentario presuntamente gracioso, o simplemente optimista, en un foro en el que puede que exista alguien verdaderamente afectado. Pero a la vez soy muy consciente de lo insano que es estar permanentemente chapoteando en la negatividad y bajo este manto de pesimismo que todo lo invade. ¿Dónde está el punto medio? ¿Dónde se encuentra esa virtud que defendía Aristóteles? ¿Hasta qué punto es bueno enfocar la vista en un mundo diferente al que nos está tocando vivir, aunque sea como simple terapia de alivio? ¿Hasta qué punto es enfermizo regodearse constantemente en esa cruel realidad, que no por real deja de ser cruel?

No tengo la respuesta y seguramente nadie la tenga. En mi caso reconozco que va por días y depende de las circunstancias. Hay veces que veo a un gracioso haciendo un chiste viral y me entra una risa incontenible, pero otras veces, y casi por las mismas razones, ese mismo gracioso me parece un imbécil. Es decir, el problema, si es que hay alguno, está en mi cabeza y no en la del tipo gracioso.

Salir al escenario, a cualquiera, es muy difícil. Una vez que lo pruebas se entiende mucho mejor la diferencia entre crítica y reproche. Pero si salir al escenario es complicado, lo es mucho más gustar a una audiencia heterogénea y compuesta por voluntades muy diferentes. En estas circunstancias particulares de hoy, cuando las voluntades no es que sean diferentes sino que además están a flor de piel, acertar de forma unánime es técnicamente imposible. Nunca, jamás, habrá algo que guste a todo el mundo.

Así que llegado a este punto me quedo con lo pasaba en el fútbol cuando un defensor tocaba el balón con la mano dentro del área. El árbitro no juzgaba el hecho (tocar el balón con la mano) sino la intención (¿quería tocar el balón con la mano?). Evidentemente es una solución muy subjetiva (y muy difícil de demostrar), pero es la más justa que encuentro. Soy consciente de que tiene mucho peligro eso de juzgar voluntades, y sé que es muy fácil equivocarse, pero no se me ocurre otra forma mejor de intentar ser justo.

Entiendo que el gracioso, con su mejor voluntad, pretenda hacerme reír y así lo entenderé; por mucho que a mí no me haga gracia, o que lo que me pida el cuerpo sea ponerme a llorar. Entiendo que alguien, de buena fe y para no perder la perspectiva, quiera hacerme ver lo que está pasando en lugar de seguir alimentando una fantasía inofensiva en el que todo es sencillo y que es en la que a mí me apetece estar. Lo que no entiendo, ni entenderé, es que la voluntad responda a oscuros intereses personales. Que la motivación sea la de defender a “los míos” o la de destrozar a “los otros”. Que el objetivo sea hacer daño.

Es decir, lo que no entiendo (ni entenderé) es la mala fe.


The end of faith - The Pernice Brothers (2010)

 

Día 25

miércoles, 8 de abril de 2020

My before and after.

Cuando acabe todo esto.

Ese es el mantra que más se repite a mi alrededor. El que más sale de mi boca y el que más entra por mis oídos. Cuando acabe todo esto. Es como si estuviésemos en el sueño de la Bella Durmiente esperando el beso de un príncipe que no sabemos cuándo podrá llegar. Una Bella durmiente que cree ser consciente de lo que pasa alrededor y que probablemente no lo es. Una Bella durmiente que, sea consciente o no de la realidad que está sucediendo a su lado, puede hacer poco por salir de ese incómodo sueño en el que está.

Cuando acabé todo esto podremos celebrar ese cumpleaños que se nos ha quedado perdido. Podremos comernos esa tarta que ayer Aurora tuvo comerse sola entre lágrimas. Podremos tomarnos una cerveza con Jorge y con Miguel y con tantos otros que les ha tocado cumplir años estando durmiendo. Cuando acabe todo esto he prometido comprarme un guante y una pelota de béisbol para reproducir en la calle esos partidos que echamos todos los días en el salón de casa con un calcetín lleno de papeles, un rollo de papel de envolver y una manopla de invierno. Cuando acabe todo esto iré a conocer a ese par de ángeles que aparecen con una sonrisa cada vez que se conectan a la Wifi y a los que les encanta verme tocar la guitarra. Cuando acabe todo esto se me quitará el dolor de espalda y podré cortarme el pelo.

Pero eso será cuando acabe todo esto, sí. Cuando dejemos de ser Han Solo congelado en carbonita. Bill Murray en Punxsutawney. Cyd Charisse esperando a Gene Kelly en cualquiera de esos días en los que no existe Brigadoon. Eso será cuando dejemos de ser viajeros de una nave espacial con destino lejano y en la que lo único que podemos hacer mientras sigamos dentro, aparte de sobrevivir, es querernos u odiarnos. Eso será cuando se acabe este intermedio eterno y descorazonador. Cuando las noticias vuelvan a ser distintas cada mañana. Cuando tengamos un partido, un estreno o una Season Finale en ciernes. Cuando llegue ese día en el que te hayan pasado tantas cosas que estés deseando pasar un fin de semana tranquilo en casa.

Cuando acabe todo esto llenaremos los restaurantes para cumplir todas esas comidas, esas cañas y esas sobremesas que nos hemos prometido. Volveremos a apuntarnos a un gimnasio al que seguiremos sin ir; volveremos a prometernos estudiar eso que siempre hemos querido estudiar o jurarnos hacer eso que siempre quisimos hacer. Volveremos a plantearnos promesas que seguiremos sin cumplir porque ahí está la gracia del asunto. Cuando acabe todo esto volveros a equivocarnos, y a no mirar por la ventana, y a tener meridianamente claro lo que somos. Cuando acabe todo esto es probable que incluso olvidemos lo que era estar aquí dentro.

Pero sí, todo eso será cuando acabe todo esto.


My before and after - Cotton Mather (1997)

Día 24

martes, 7 de abril de 2020

The way you do the things you do.

Hace varios años que no sé lo que pasa en la televisión en abierto. No es esnobismo sino supervivencia. Aunque la inercia de mis años mozos me hacía ponerme delante de la pantalla como todo el mundo, un día me di cuenta de que en realidad me aburría bastante lo que pasaba allí dentro. Así que dejé de verlo. En ese momento, además de tener mucho más tiempo para otras cosas, aprendí que no me hacía falta tener aquel aparato encendido para estar informado de lo que pasaba en el mundo. Es más, creo que muchas veces hasta era mejor tenerlo apagado.

Es probable que ni siquiera tenga sintonizados todos los canales que hoy se pueden ver con una antena normal (no lo sé), pero el caso es que ayer, por alguna razón, la televisión estaba puesta en alguna emisora en abierto. Lo sé porque vi algo que hacía mucho que no veía: anuncios de televisión. Y me sorprendió mucho, porque la gran mayoría de ellos, desde supermercados a entidades bancarias, tenían como leitmotiv el dichoso confinamiento. Es decir, en menos de veinte días, y en las actuales circunstancias, esas empresas habían estirado su imaginación para escribir, grabar, editar y emitir un comercial que tuviese como eje central precisamente eso que sujeta ahora nuestras vidas. Bien por ellos.

Eso me hizo sentir curiosidad por ver cómo habían resuelto esa misma coyuntura los programas de televisión que se emiten en directo, o en falso directo, y volví a llevarme una sorpresa positiva. Ahí estaban. Adaptándose a las circunstancias con más o menos habilidad (imagino que la misma que tenían antes) y haciendo lo que saben hacer con los recursos que tenían a mano. Extrapolando ese mismo tema al resto del universo cotidiano, me doy cuenta de que eso es lo que hemos hecho todos los demás. Los niños estudian en aulas virtuales que antes no existían, las reuniones se hacen desde casa, los músicos dan conciertos desde un comedor, los escritores imparten talleres desde la cocina, las infraestructuras críticas siguen funcionando, los periodistas informan, las entidades bancarias siguen dando servicio…

Teniendo en cuenta todo lo anterior me produce mucha más tristeza todavía comprobar que más de un mes después, con un estado de alarma publicado en el BOE, con hoteles haciendo de hospitales, pabellones deportivos haciendo de morgue, y en unas circunstancias que justifican casi cualquier cosa, España, como país, es incapaz de fabricar mascarillas o respiradores. Y no es un capricho político o negligencia en la gestión. Es incapacidad real. ¿Por qué? Pues porque no tenemos nada de lo que hace falta para hacerlo. Ni los materiales, ni las máquinas, ni (seguramente) el conocimiento. Es igual de complicado salir ahora a comprar todo lo que se necesita para hacer mascarillas que comprar las propias mascarillas en ese mercado infernal en el que hoy se venden.

En realidad nos falta de todo para fabricar casi cualquier cosa y esto de las mascarillas (o los respiradores) no es más que un ejemplo. ¿Por qué es así? Pues porque un día decidimos zambullirnos en las teóricas maravillas de la globalización capitalista y prescindir de la industria, de la ingeniería y de la ciencia como una opción de futuro. Era lo más “lógico” para un país como el nuestro, decían. ¿Para qué queremos potenciar eso tan engorroso de la industria, que es algo que requiere estudiar, inversión, investigación, mantenimiento y materia gris?

Hoy nos tiramos de los pelos (a ver lo que dura), pero a nadie le importó demasiado en su día. Ni a los de la presunta izquierda, ni a los de la presunta derecha. De hecho, los dos hicieron lo mismo. Era mucho más fácil vivir del sol y del cuento. De lo inmediato. De la playa, del ladrillo y de comprar o vender productos financieros. Así que llenamos el país de gestores, de empresarios, de camareros, de albañiles y de pensadores. Muchos pensadores; ocupando los micrófonos, las columnas y los ministerios. Pensadores infestando las tertulias, ya fuese para hablar del ingeniería aeronáutica, de economía circular o de literatura casquivana. Y no sólo dejamos de pensar en cómo hacer y fabricar cosas, sino que vendimos (o jubilamos) lo que ya sabíamos hacer. Los medios de comunicación (y sus locos seguidores) decidieron que “tecnología” era exclusivamente sinónimo de “cosas de ordenadores y teléfonos” y con eso nos fuimos a vivir. Ni siquiera nos preocupamos por mantener lo que ya teníamos porque eso era engorroso, feo, caro y poco elegante. Poco moderno. Poco cool. No quedaba bien en la foto. Total, si era mucho más barato comprarlo todo fuera.

Hasta que dejó de serlo.


The way you do the things you do - The Temptations (1964)